En aquel tiempo no se sabía cómo, qué hacer. Solo que muchos morían en meses. Hudson y Mercury tampoco habían podido salvarse y eso hacía de la epidemia algo aún más terrible. No había dinero que pudiera frenarla, nadie podía esquivar su poder. El SIDA había azotado el primer mundo como un viento rabioso y nadie podía escaparse de él.
En mi barrio vivían dos homosexuales por entonces. Dos es la cifra exacta, una pareja formada por un señor mayor y su novio, bastante más joven. Aun ahora me sorprende la naturalidad con que exhibían su vida en común. Iban juntos a la compra, a pasear al parque sus dos collies, Zeus y Odín. Vestían esas camisas hawaianas que se llevaron tanto en los ochenta, y aquellos pantalones blancos que me hacían pensar que ellos siempre parecían estar de vacaciones en su lugar de residencia habitual. Saludaban, educados y distantes, porque yo siempre me detenía a acariciar al majestuoso Zeus, que era un auténtico dios perruno. Luego seguían andando, camino del cementerio.
Tiempo después el mayor de los dos murió. De SIDA, decían las vecinas bajando la voz, como si al nombrarla la bicha pudiera reaparecer entre las grietas de las paredes y seguir haciendo de las suyas. Apenadas también, porque los dos se habían ganado el respeto de todo el mundo gracias a su elegancia en los modales y la falta de temor con la que llevaban esa vida elegida. Es cierto que en los últimos meses aquel hombre tenía muy mal aspecto y mostraba la delgadez inconfundible que siempre me ha hecho pensar que el SIDA es de las enfermedades más voraces, una especie de monstruo insaciable que disfruta con la aniquilación completa del ser humano. Todavía lo recuerdo, flaco como un palo de escoba, apoyado en un bastón, con la camisa de palmeras y mares azulados de siempre repentinamente enorme, empeñado en dar el paseo de siempre por la Avenida América, con su compañero y sus resplandecientes perros de película.Como si seguir haciendo las mismas cosas de cada día hasta el último fuera el mejor corte de mangas que uno puede soltarle en la jeta a esa aguadora profesional de fiestas que es la muerte.
Hoy he conocido la existencia de una serie de fotografías de Gideon Mendel que retratan cómo vivieron los enfermos de SIDA y sus familias el terrible brote de la enfermedad en Londres, allá por el 90. Mendel accedió a la zona del hospital donde permanecían aislados, en realidad condenados ya, algunos de esos jóvenes para los que no había cura ni medicamentos paliativos. Mendel podía haberse ensañado al mostrar los terribles efectos de la enfermedad, la extraña rapidez con la que se apoderaba del cuerpo y el rostro de sus víctimas. Pero optó por captar todo el amor que se concentraba en aquel pabellón de los malditos. Miro las imágenes de madres, hermanos, novios, rodeando la cama de un ser querido moribundo. Los abrazos de las enfermeras que no temían acercarse a los chicos guapos que unos años antes reían y bailaban rabiosamente libres, en las discos de la ciudad y que ahora agonizaban sin remedio en la zona de los apestados. Es balsámico contemplar esas imágenes llenas de ternura, esas despedidas sostenidas en el tiempo, aprovechadas hasta el último segundo, que los familiares y las parejas de los enfermos se empeñaron en que tuvieran los suyos. No permitieron que se sintieran solos en medio del terror metafísico de saber que pronto se va a morir, a dejar de ser. No consintieron que se sintieran apestados y se tumbaron en sus colchones de 90, los besaban y les sonreían al revisar viejas fotos. Los acompañaron como si la enfermedad fuera, en realidad, una tarde de tormenta de verano demasiado larga, una de esas que hacían que de niños nos tuviéramos que quedar encerrados en casa, mirando con tristeza por la ventana el mundo inalcanzable que había afuera.
En los tiempos en que solo se podía amar
Patricia Esteban Erlés
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