Los lugares que nos conquistaron en la infancia habitan para siempre en la memoria. Están acurrucados en sus pliegues, perezosos, resguardados del viento helado de los días. Siguen intactos, como los amores o los miedos imaginados, y de pronto se despiertan con un sonido repentino, con un aroma antiguo o con una foto olvidada en una caja de cartón y uno los ve como si los tuviera enfrente.
El cine de verano de mi pueblo me conquistó en la niñez. Allí me enamoré de los cielos estrellados del sur, de sus cometas y de sus lunas, de sus nubes viajeras, del enigma de la infinitud y de las distancias siderales. Hoy he tropezado en Facebook con la foto de ese cine y una algarabía de chiquillos revoltosos me ha devuelto a los años 70.
Los gatos seguían encaramados a las tapias encaladas al acecho de las salamanquesas, las salamanquesas al acecho de los mosquitos, los mosquitos al acecho de la sangre virgen y azucarada de los chiquillos embobados con Glenn Ford en “La cabalgada de los malditos” o con John Wayne y James Stewart en “El hombre que mató a Liberty Valance”.
Las chinches, emboscadas como guerrilleros en las sillas de enea, mordían con ferocidad las piernas desnudas: maldiciones, palmetazos a los asientos, carcajadas burlonas, reyerta de gatos en la tapia y tensión, mucha tensión en la pantalla. La mirada inquieta y chulesca de Lee Marvin, los dedos acariciando las cachas del revólver, el gesto sereno y provocador de John Wayne. Los pulgares apoyados en el cinturón: “Ese es mi bistec, Valance”. Un silencio repentino y atronador, un cometa surcando el infinito y un deseo premeditado en el filo del pensamiento. No diré cuál, aún espero que se cumpla.
Cerros de cáscaras de pipas, millares de pieles rojas aullando en “Murieron con las botas puestas”, Errol Flynn con dos revólveres agotando sus últimas balas junto al banderín del regimiento. El viejo California Joe agonizando con dos flechas en la espalda: “Esos malditos indios, ahora sí que no iré nunca”. Hasta los gatos contenían las lágrimas y el aliento. En aquel momento fatal era absurdo mirar estrellas, combatir chinches o espantar mosquitos, ¿para qué, si todos íbamos a morir a manos de los cheyennes?
En aquel cine vi “La túnica sagrada”, “Centauros del desierto”, “Horizontes de grandeza”, “La pradera sin ley”, “Espartaco”: “La muerte es la única liberación para el esclavo, por eso no la teme”. Vi caer imperios inabarcables, alzarse mundos de la nada y nacer y morir a dioses y a mendigos. Vi nubes con formas que nadie creería, chaparrones de estrellas multicolores regando el cosmos, brillos de mundos remotos y besos de enamorados clandestinos.
Allí escuché melodías que aún tarareo y conciertos de grillos dignos de sonar en el Musikverein de Viena. Allí me embriagaron los rosales, el jazmín, la dama de noche y la tierra recién regada. Allí me mataron los japoneses en Birmania, los bárbaros de Atila y los apaches de Gerónimo. Allí aplaudí al Zorro y a Robin Hood y me enamoré sin remedio de Sophia Loren, de la estrella Polar y de la Osa Mayor, de los ojos embrujados de los gatos y de las estrellas errantes. En mi vida ha habido y hay grandes ilusiones, grandes quimeras y grandes amores, y en aquel cine de verano se incubaron casi todos.
José Antonio Illanes.
Foto: Historia visual de Montellano.
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