Hacerme la simpática en exceso o dar a entender con mis actitudes que yo necesitaba caerle bien a esa persona.
Promover más el contacto con la otra parte en un vínculo o relación en una suerte de disponibilidad plena.
Contar demasiado y pronto; compartir partes íntimas o hechos profundos de mi historia personal sin saber si había un espacio confiable enfrente.
Expresar vulnerabilidades, inseguridades y parcelas en las que no tengo pericia en cuanto conocía a alguien, especialmente en el ámbito profesional.
En vez de poner en valor mis saberes, conocimiento, capital y recorrido, regalarlo al primero o primera que me preguntara. Todo lo que he aprendido y cómo, ahí lo llevas.
Chismosear con quien no debía, cuando no debía y sin tener en cuenta el contexto o los rangos grupales y sin atender a quién tenía el poder explícito o en la sombra en un sistema. Familiar, amistoso o laboral.
Querer hablar de «lo ocurrido» o de «cómo me siento» con quien no estaba claramente en disposición de recibir nada o lo utilizaría de vuelta; hacer eso en vez de defenderme con firmeza.
Poner el cuello para que me lo «corten» en una suerte de inmolación, buscando amor y aprobación.
Decir todo lo que sé, todo lo que pienso y todo lo que veo sin calibrar más que mi impulso de veracidad.
Contemporizar en exceso, dar en exceso, comprender en exceso y empatizar en exceso.
Ponerme pequeña, hablar suave, minorizarme y transmitir indefensión cuando no había por qué ni correspondía, con tal de que «nadie» se sintiera incómodo.
Hacer como que nada estaba pasando cuando alguien me negaba la existencia aplicando ley de hielo, no contestando a mis preguntas o actuando con la barbilla levantada en mi presencia, dando a entender que yo había hecho algo «muy grave» ante los demás. Suavizar ese maltrato siendo aún más agradable.
Defender con potencia a otros y otras que han sido ninguneados y hostigados en contextos de trabajo o formativos y quedarme sola por no calibrar mi movimiento o tener una estrategia previa. Por desconocer que quizá esas personas no necesitaban tanta defensa o bien actuaban en claro apego al perpetrador y no conmigo.
Formar parte del club de las auténticas que consideran, en un prejuicio absurdo, que no se puede ser «falsa» cuando se trata de tu supervivencia o protección personal.
Ser víctima indefensa de repetición.
Poner el cuerpo sola ante la injusticia y no contar con ejército de aliadas.
Hacerme cargo de las proyecciones ajenas sobre mi persona y considerar que esas proyecciones tienen que ver con algo «malo» o defectuoso mío.
Actuar como radio desintonizada, con un volumen excesivo o mínimo. Y habitualmente uno cuando se requería el otro.
Pedir perdón y tratar de reparar un daño treinta veces y no una. Una está bien, pero lo desconocía.
Huir cuando había que quedarse, congelarse cuando se requería acción (no culpo a mi cerebro)
Que mi defensa y exposición frente al mundo y las decisiones emocionales o afectivas las llevara una niña de seis años, sola y perdida en medio de un patio de colegio, o una adolescente desconcertada que se comparaba y autodevaluaba y no la mujer fuerte y madura que soy.
Amar más a los demás que a mí y creer que eso era lo adecuado. Especialmente hombres heterosexuales.
Considerar erradamente que mi realidad era LA realidad.
Que me importara más una mirada hostil, incluso de alguien ajeno, que mis propios éxitos o percepción interna.
Creer ingenuamente que por ofrecer buen trato iba a recibir lo mismo o por hacer las cosas «bien» alguna recompensa. Esa ley no existe.
Que me quitara el sueño hechos, malentendidos o discrepancias que tenían que ver con malestares de otros. Repito, incomodidades o asuntos inconclusos de otros.
Disculparme por tener algún tipo de éxito social o amoroso o económico.
E incluso por existir.
Repito, por existir.
La mujer adulta que hoy lleva el barco se compromete a vivir con la mayor consciencia posible, a ser responsable de su vida y a no faltarse más el respeto y la dignidad personal.
A la de seis años la llevo conmigo al lado, segura ya por fin de que puedo atenderla y cuidarla como una madre suficientemente buena.
Y no entregársela a nadie.
Buen día, otro día.
María Sabroso
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