Nunca el ser humano había tenido tanta información a su alcance, pero tampoco jamás había sido tan manipulada
(Timothy Snyder).
Uno podría pensar que con la llegada de la democracia a nuestro país y el pacto de reconciliación, ese discurso broncoso y visceral de amigos y enemigos que emergió en Europa con los totalitarismos iba a desaparecer, pero la realidad ha ido en dirección contraria. La dialéctica polarizadora y antagónica es un discurso muy interiorizado en ciertas elites políticas y mediáticas. Y más en unos tiempos marcados por los cambios culturales, políticos y sociales y la llegada de Internet y las nuevas tecnologías, que van a tener una gran influencia en la manera de contar la política.
Nadie mejor para hacernos comprender los relatos políticos de la modernidad que un estudioso del lenguaje y padre de la semiótica como Umberto Eco, al que muchos de ustedes conocen por su novela El nombre de la rosa. El mecanismo que van a poner en marcha los guionistas de la crónica política es muy sencillo. Se trata de elevar al máximo la tensión narrativa hasta crear un clima irrespirable que haga necesario que alguien o algo acabe con el desasosiego. ¡Así no podemos seguir!, ¡hagan algo por el amor de Dios!, se oye de fondo. Parece un grito de desesperación, de angustia. Es un mensaje que ya hemos oído en el pasado y que seguiremos oyendo en el futuro.
Si nos retraemos a los primeros años de la Transición, uno recuerda el diario El Imparcial que representaba el discurso del miedo y el apocalipsis. Pasados los primeros años de calma, llegaría la generación de Pedro J. Ramírez, El Mundo, La Cope y Jiménez Losantos dispuestos a todo con tal de conseguir audiencias y poder. Demonizar y estigmatizar al oponente era su estilo y acabar con Felipe González fue su primer objetivo. La misma estrategia que le aplicaron a J. L Rodríguez Zapatero y ahora pasa igual con Pedro Sánchez. Y lo últimos en incorporarse a esta retorica frentista y de tensionar la sociedad al límite han sido los ideólogos del independentismo catalán.
Del conservadurismo español se puede decir que ha sido el alumno más aventajado de este discurso político, como hemos visto en estas últimas elecciones. “Nos polarizan para consumir, para enfadarnos y que consumamos más contenidos”, afirma el periodista Ricardo de Querol en su libro La gran fragmentación. El caso es seguir alimentando el antagonismo y el enfrentamiento con una dialéctica cada vez más tribalista, donde los consensos desaparecen y el relato común y compartido se debilita. Y los medios en general, unos más que otros, han caído en esa espiral grave en su lucha por llamar la atención.
Y en esa estamos, una derecha incapaz de cambiar su relato político y una izquierda incapaz de incorporar al conservadurismo a los grandes pactos de país. Unos y otros tienen parte de culpa o responsabilidad en ello. Y el resultado lo estamos viendo en nuestra cotidianidad más próxima en la que la intolerancia y la mala educación han tomado aposento. Es normal que en la política española se de esa conjunción de protas, egos y superyós, en busca de la portada y que las redes extiendan sus mensajes en todas direcciones. No extraña que ensayistas demócratas como Victor Lapuente hagan un llamamiento a la calma a “sus señorías”; otros no dejan de hacer una llamada urgente a la responsabilidad por parte de todos los actores públicos.
En momentos así, más de uno se pregunta cómo es posible que a estas alturas del siglo XXI se pueda seguir con esta dialéctica tan visceral más propia de la Europa de hace cien años. Ya se sabe que la competencia es enorme y que te pueden echar del mercado pero en un mundo de espectáculo y entretenimiento como el actual, resucitar los dogmas del pasado es de una enorme irresponsabilidad. La democracia, como afirma el profesor Miguel Á. Lara Otaola, no aguanta todo y hemos de cuidarla y eso pasa por no etiquetar a nuestros adversarios, tender puentes y hacer amigos, entre otras cosas. Tenemos más en común de lo que creemos, pero si no restituimos el respeto, las consecuencias pueden ser de ruptura de la convivencia.
José Ramón Martínez.
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