Están en algún sitio / concertados desconcertados / sordos buscándose / buscándonos bloqueados por los signos y las dudas contemplando las verjas de las plazas los timbres de las puertas / las viejas azoteas ordenando sus sueños sus olvidos quizá convalecientes de su muerte privada.
En Los desaparecidos de Mario Benedetti
A los miles de ancianos y ancianas muertos en las residencias españolas durante la pandemia
I
Fueron llevados en un coche
como seres invisibles,
unos por la mañana
otros a media tarde,
algunos ya sabían donde iban,
otros se enteraron más tarde a donde entraban ,
pero unos y otros fueron confinados
en ese mundo secreto
que es el desván de los recuerdos,
donde olvidados entre el polvo y el silencio
los objetos adquieren una nueva dimensión
por esa rentable paradoja de la sociedad del desperdicio,
que de un día para otro convierte
lo que fue indispensable y con valor en bolsa,
en detritus humano inservible
que pronto pasará a ser considerado
restos mortales.
Genero efímero
que en cuanto caiga en las garras de aquellos que comercian con los despojos,
es seguro que como el Quebrantahuesos con su vuelo
sabrán sacar a los familiares de los finados ,
algún tuétano provechoso
del crematorio o del entierro del ser querido.
II
Llegaron de uno en uno cansados y agotados,
decían que acompañados de aquellos
que más les querían,
con la esperanza reflejada en su sonrisa
de poder gozar de algunos soleados días todavía.
Llegaron con una maleta muy ligera
y la memoria de la vida grabada en su cerebro,
los que en los cambiantes avatares de esta travesía
mantenían aún fija la cabeza.
Pero esa existencia tranquila y placentera,
de la que les dijeron gozarían,
pasó a convertirse de mal sueño
en horrorosa pesadilla.
Unos nos hacían señas desde las ventanas,
y nos gritaban
otros saludaban tras las puertas acristaladas
de las residencias.
algunos convivieron con la muerte
en la habitación compartida que tenían,
viendo como la guadaña se llevaba
a la persona que hasta esos momentos
dormía en la cama vecina,
y allí seguía sin que nadie la expulsara,
como aguardando esperanzada
a que alguien más en ese viaje
le hiciese compañía,
para finalmente en camilla y casi en volandas,
ser trasladados
a una sala de cuidados intensivos,
de la que dicen que si la suerte no acompaña,
la muerte silenciosa
aguarda todavía poder hacerte una provechosa última visita.
III
Ahora solo queda de ellos unos cuantos objetos guardados en una maleta desvencijada,
sus gafas, un audífono sin pilas,
sus zapatos gastados,
algunas pajizas cartas manuscritas,
tal vez una reseca dentadura
que albergó una sonrisa esperanzada
en otro tiempo,
unas cuantas prendas de ropa
pasadas de moda y arrugadas,
las disputas de algunas simbólicas acciones
por parte de aquellos que mercadean
con el prospero negocio
de la salvación del alma tras la muerte
y la memoria de los gritos golpeando
la puerta cerrada de las habitaciones.
¡Dejarme salir, dejarme salir!
IV
Memoria
que no debemos núnca dejar claudique
y a la que prontamente
se debe dar una respuesta concisa,
por si superadas las calendas del verano
y los aplausos teatrales a las ocho de la tarde
en las balconadas privadas de las plazas
del ruedo ibérico español,
pensando que ya pasó la época del mal,
se convierta de reivindicativa en complaciente,
pasando a formar parte
de ese museo etnográfico de la historia de la no palabra
del silencio y del olvido,
tan recurrente en nuestro país.
El grito es claro
¿Quiénes fueron responsables
de que se abriesen las puertas de algunas residencias de mayores en España,
para que se permitiese la entrada en tromba
al Covid-19 acompañado de la guadaña ejecutora,
ese asesino en serie que es la muerte?
¡Dejarme salir, dejarme salir!
Enrique Ibáñez Villegas
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