Algunas noches necesitaba un baño largo y relajante antes de irse a dormir. Esta era una de esas noches. El agua y la espuma acariciaban su cuerpo mientras su mente viajaba libre viviendo mil historias y aventuras. Un albornoz azul cobalto la envolvió cuando salió del agua aún tibia. De soslayo una mirada al espejo, le devolvió una imagen que le agradó, el paso del tiempo había definido sus rasgos y le había dado mayor profundidad a su mirada. Un toque de bergamota, un leve camisón recién sacado de un cajón y con estudiada lentitud se encaminó al dormitorio. Se apoyó en el marco de la puerta y lo miró como antes nunca lo había hecho. Yacía indolente sobre la cama. Recorrió con su mirada cada uno de sus lunares y se detuvo en cada una de sus curvas. Se sentó en la cama, puso la mano sobre él y se estremeció como otras veces al notar su suave y cálido tacto. Se inclinó sin dejar de acariciar esos relieves que el paso del tiempo iba difuminando sin menoscabar la atracción que en ella ejercía. Sintió sobre ella la levedad de su peso y el calor que iba transmitiendo a su cuerpo. Aspiró embriagada su olor y una vez mas se entregó al abandono que inundaba todos sus sentidos antes que el sueño se apoderara de ella. Un suave suspiro y una sonrisa apareció en su rostro. Acababa de descubrir que nunca dejaría de gustarle, que era el mejor amante que podría tener en aquellas noches frías de invierno. Se abrazó de nuevo a él. Nunca, nunca abandonaría a su viejo edredón de patchwork.
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