Cerró la ventana, con cuidado. No quedaba nada que guardar, tan solo el poco calor que su cuerpo producía, la escasa luz que el atardecer dejaba entrar por unos cristales que necesitaban una mano de agua, si hubiera agua. La manta yacía entre los cojines, que desvencijados, habían servido de lecho, durante más días de los necesarios.
Encendió la vela, la tarde decaía entre reflejos oscuros de una noche adelantada por el plomizo otoño. Revisó mentalmente los rincones imprecisos de la alcoba. No había nada comestible en ella. Ni rastro de algún alimento, que calmara el rugido siniestro que alentaban sus tripas. Otra noche sin condumio, se dijo, mientras entretenía la mirada en las volutas que salían del cabo de la escasa vela que apoyada en el suelo, fantaseaba la alcoba. Apoyó la cabeza en el encalado de una pared colmada de costurones. El frío trepanó esa frente que ardía de ansia. «No se puede vivir así«, se dijo, «no se puede contentar la soledad y el frío con un cabo de vela«.
Es poco, se dijo, muy poco. Luego torció la vista, los buscó. Al fin, chocaron sus ojos con lo que anhelaba. Al fondo, en un rincón de la escueta estancia, una mesa, un taco de folios, un lápiz despuntado, la esperaban. Con ellos, se conformó, enhebraría palabras hasta deshacer el miedo, el hambre o la costumbre. Con ellos, construiría un mundo que eludiera el suyo. Con ellos, ya tenía bastante.
MariaToca
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