Para la felicidad no hay consejos.
-Abuelo, ven.
Y cuando el viejo, que ya habla solo y ha dejado de hacer apuestas consigo mismo desde que el tiempo le parceló su vida con la infinitud de la crueldad más sola oye estas palabras, sabe que está ante el día perfecto. Un día bueno para el viejo es aquel en que no ocurre nada, se acostumbró a consolidar sus horas con la ausencia de las adelfas antárticas. Un día perfecto es esta llamada.
El niño le enseña un trozo de corteza que ha arrancado de lo que queda de un árbol muerto, le extiende el mantón con todas sus sospechas, le dice qué pronto se hace de noche ahora en el invierno, que está muy rica la merienda. Que si esa madera tan cercana a la ceniza vale para ser el rey de la casa. El abuelo le dice que no, porque él ya reina, pero que a partir de ese gesto de slenderman antes de cumplir los 6 años, ya pasa a ser emperador. Y le explica desde unos ojos largos y recónditos, como las golondrinas de sombra en sus casas de barro, la ascensión a los cielos del niño. Y el niño lo entiende.
Al lado, los dos arcángeles peregrinitos -el rubio y el moreno- se aman a su manera. Uno grita palabras que no necesitan explicaciones, como hambre o sueño. El otro va y viene por su pequeña vida como un colibrí cargado de filosofía: nunca se sabe qué está pensando si le pueden las carcajadas o se silencia en una seriedad encapotada de ojos azules, que al abuelo le parece extraña y larga.
Es seguro que los dos arcángeles peregrinitos sueñan cuando se cogen de la mano, como si intercambiasen dos borbotones de cada vida para depositarla el uno en el otro. Ojalá sea así siempre, piensa el abuelo, aunque al viejo solitario al que hace tanto se le desdentó la esperanza, le parece demasiado pronto para firmar albaceas sentimentales.
-¿Cuánto me queda de vida, abuelo? Dice el niño.
Y al abuelo le nacen ortigas velludas, matorrales cenicientos, lutos lustrosos, cuando oye estas inesperadas palabras en la tarde que ya va hacia el inmenso vacío, cayendo en las azoteas de enfrente, y en el alféizar de la propia ventana, como el recuerdo de un descolorido retrato.
El abuelo se alza sobre sí mismo, le nacen certezas que él intenta vestir de buen humor (qué caro se vende ya) y dice sin un asomo de temor a la tormenta que puede venir, o quedarse sólo en eso:
-Al menos cien años, sigamos jugando, anda.
El abuelo piensa que la conversación termina ahí en ese mismo instante que él quiere sea un candelabro suficiente para el conocimiento del niño. Pero el niño le exige más atención. Y cuando habla, el pánico del abuelo se esfuma, como un gato pillado husmeando en la alacena, al oír replicar al niño:
-Mejor mil, abuelo, mejor mil años.
Es indudable que al niño le gusta vivir. Al menos le gusta vivir junto al abuelo algunas tardes que cuelgan de la semana como el ansia caliente.
Los dos arcángeles peregrinitos aún no preguntan nada. Llegará para ellos el tiempo de la lucidez y los despertares y alguien les tendrá que pronunciar los vocablos que les desbrocen, pasito a pasito, la bruma de sus universos. El abuelo no estará, ni siquiera en una forma distinta a la de ahora, habrá dejado de ser ya una cosa encendida en las noches de sus veranos, le habrá aspirado la nada de donde un día vino.
No hay certidumbre sobre esto, nadie sabe. El propio niño que juega con el abuelo ahora, a veces pasa junto a una antigua fotografía de familia, mira la apacibilidad del muerto, se para una mínima fugacidad para decirse a sí solo:
-Estará en el cielo, o ve tú a saber dónde está.
Así que así anda el abuelo, no como un mercenario que pone precio hasta sus párpados, sino tratando de explicarse qué está pasando, que pasará mañana, y hasta qué ha pasado en el tiempo perdido, cuando los tres niños no estaban.
Desde que los tres niños llegaron el abuelo volvió a enamorarse del presente. Volvió a creer en un tiempo de lejana cercanía, donde algo parecido a la tristeza se había hecho hermana de las cosas. Ahora las cosas han cambiado.
El abuelo vive una embriaguez religiosa, hija del destino, como todas. Este chorro sutil lleno de secretos de tres vidas que están empezando, le han conducido al descreimiento de que el cerebro es el satélite del corazón, y le han empujado al viaje contrario. Ahora sabe.
Sabe, por ejemplo, que la esencia misma de su sangre tiene la torrentera de una recién casada. Sabe que el propio lenguaje con que se pronuncian a solas en los preludios los suicidas (esto lo supone) es a la vez abierto y profundo al espacio. Sabe que su pequeña palabra es para los tres niños (aunque los arcángeles peregrinitos aún no la sepan medir y pesar del todo) les parece una dulce besana, con encinas para el sudor de los segadores. Sabe contestar a las carpinteras interrogaciones de los tres niños y eso le pone contento, porque desmiente a su padre Goytisolo cuando le dijo: “Hijo mío, no sirves para nada”.
Pero hay una sola pregunta, una sola, insoportable como una densa cortina suspendida en la eternidad del tiempo. Hasta ahora ha tenido de sí mismo, casi un orgullo criminal de saber la denominación universal del hombre, su memoria, sus orígenes, y hasta supone adónde han ido los sueños que no se han cumplido. Esta percepción total es un sentimiento que nace del amor noblemente animal a los tres niños.
Pero todo se desvaneces cuando el niño grande, el de los 5 años, pregunta:
-Y cuando todos nosotros no estemos porque nos hayamos muerto ¿volveremos a ser bebés y empezar de nuevo?
Y es entonces cuando al abuelo le nace una infinita y definitiva derrota.
Será porque a él no le dio tiempo casi a ser niño, pero no se atrevió nunca a decirle que no a ningún niño.
Y ya todo se desvanece, como les pasa algunas ciudades que se asfixian al tragarse la pena de tantos. Pero el abuelo renace, vuelve al camino, deja de ser terrible levadura y retoma la voz candeal del trigo, cambia de conversación (no sabe si ha conseguido engañar al niño con su impertinente silencio), y continua la fiesta de makinavaja conquistando un mundo de alegría para ellos.
Valentín Martín.
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