Hoy no me sorprendería, como hace ya varios años, el comentario de un alumno de 4º de ESO durante una clase: “Es que hablas raro”.
Es posible que la pista definitiva a la vetusta intuición me la diera en agosto Andrés Trapiello al defender su traducción mejor que versión del Quijote al español actual: el castellano del XVI y el del XXI son dos idiomas diferentes, con marcadas fracturas fonéticas, morfológicas, sintácticas y semánticas, tantas que un hablante promedio contemporáneo encuentra dificultades no menores para la lectura del original de Cervantes sin la ayuda de un farragoso catálogo de notas a pie de página que impiden la lectura fluida.
Son muchos los factores que han venido a dar en la construcción de un muro entre quienes hablamos en teoría un mismo idioma. La disminución de horas lectivas dedicadas a las Humanidades en general y a la Lengua y la Literatura en particular, las deficiencias y simplificaciones en los usos gramaticales de periodistas, políticos y yerbas varias (acabaremos creando una plataforma para rogar que no se nos muera el subjuntivo, y con él perezcan miles de matices especiales de nuestro idioma), la necesidad de reducir nuestros pensamientos a los corsés marcados por la tiranía de los 140 caracteres…
Siempre me ha fascinado el lenguaje como una marca de humanidad tocada por la magia. Su aprendizaje tiene todavía algo de maravilloso, el convencimiento de que pensamos como decimos y de que cada lengua se ha adaptado a la perfección a la sociedad a la que sirve, la seguridad también de que es nuestro uso concreto de las palabras la primera y mejor tarjeta de visita, la evidencia de que cuanto más empobrecemos el discurso menos opciones de crecimiento personal y de promoción social nos encontramos hacen que me preocupe profundamente esa sensación de que las fronteras lingüísticas crecen y que cada día unos grupos hablamos más raro desde el punto de vista de los otros. Una diferencia que por cierto no del todo bidireccional: quienes poseen un idioma rico sí comprenden a quienes utilizan uno esquemático.
Que el dominio del lenguaje sea también instrumento de dominación y control social no resulta nuevo. Quizá sí lo sea una sociedad que parece haberse decidido por agrandar la diferencia en vez de apostar por la educación y la cultura como armas de igualdad y de futuro.
Texto:Regino Mateo
Fotografía: Lola K. Cantos.
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