«Querido padre: No hace mucho me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte; en parte, precisamente, por el miedo que te tengo”.
Así empieza Franz Kafka (1883-1924) la ‘Carta al padre’, en versión de Feliu Formosa. Está fechada en 1919. Nunca llegará a su destinatario: Hermann Kafka (1852-1931).
En sus páginas no hay ficción alguna, al menos no la hay en el sentido de la invención novelesca. Franz habla de sí mismo con toda crudeza y habla del padre con rencor muy medido, con reproches largamente madurados.
El escritor tiene una malísima relación con su progenitor, un vínculo emponzoñado, y en esta carta analiza esa vida, descrita en términos casi orgánicos: la de unos seres vivos en lucha desigual.
Franz estudia y observa el comportamiento como si fuera un entomólogo, como si estuviera ante insectos que fatalmente se pican para dañarse, para matar.
Hermann Kafka es un tipo industrioso, infatigable, con mucho amor propio; un negociante próspero que trabaja duro para proporcionar a su familia todas las comodidades materiales, el alimento necesario.
A cambio, exige de los parientes su entrega incondicional. Se le debe: es un padre inflexible, encarnación de la norma, de la obligación, de la ley.
Como esa figura patriarcal descrita por Sigmund Freud: frío, distante, contenido y ausente, sin expansiones emocionales que puedan ponerle en riesgo.
O como un tirano colérico y corpulento siempre dispuesto a tratar con aspereza al hijo diminuto, a ese joven Franz “flaco, débil, esmirriado”.
Si hemos de creer a Kafka, el dinamismo invasor de su señor padre le asfixia, lo que desde niño le lleva a apartarse de él con hosquedad: “en mi habitación, con libros, con amigos alocados, con ideas excéntricas”, evitando toda franqueza o familiaridad.
Franz crece como un falso hijo único del que se espera todo de él, un vástago en el que se depositan las expectativas más grandes: “porque mis hermanos fallecieron a corta edad y las hermanas no vivieron hasta mucho después”.
Por eso, Franz sobrevive, en fin, como un ser irrelevante ante Hermann, que gobierna el mundo desde su butaca, dueño de la opinión recta y correcta, la opinión del que no tolera la controversia o la réplica.
A la fuerza, todo juicio que le contraríe siempre es disparatado, extravagante o absurdo. Por ello, Franz llega a perder incluso la facultad de hablar: no puede oponer resistencia o al menos no puede oponerla sin quebranto personal, sin amenaza cierta.
¿Y la madre? “Es cierto que mi madre se mostró conmigo de una bondad sin límites, pero todo ello estaba, para mí, relacionado contigo, y no era por tanto una buena relación”.
Su bondad, su ternura y su sensatez acaban por coartar o frenar la rebelión del hijo, a quien protege desde niño. Una imagen frecuente le vuelve a la cabeza: el padre desabrochándose apresuradamente el cinturón.
Un muchacho asustadizo que se siente culpable, que no entiende el mundo o que al menos ha de enfrentarlo con estupor y dolor. O, en otros términos, un niño con una exacerbada capacidad de observación.
De puro miedo: por el terror que el padre le inspira. Eso le lleva a examinar aquello que le rodea para protegerse mejor: a escribir para objetivar el daño. Así es. En la obra de Kafka hay imágenes habituales.
Por ejemplo, las de un individuo impotente ante la agresión, como un insecto, como ese monstruoso insecto en que se ha convertido Gregor Samsa en ‘La metamorfosis’. ¿Y quién es este Samsa? Un viajante obligado a saldar la deuda contraída por el padre.
“A veces imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente en él”, dice en otro pasaje de la Carta.
“Entonces me parece que, para vivir yo, sólo puedo contar con las zonas que tú no cubres o que quedan fuera de tu alcance”.
¿Cuáles? No parece haber territorio que no esté colonizado por el padre. No parece que el hijo pueda madurar.
Leída hoy, la ‘Carta’ nos parece remota, algo que no nos concierne.
Podemos olvidarnos del padre colérico, burgués y victoriano, pero lo que no podemos ignorar es el miedo del ser humano, el que tenemos cuando elegimos bajo amenaza, cuando sentimos la intimidación de la muerte, la insignificancia.
Fotografía del joven Franz: AFP
Justo Serna.
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