Es la segunda vez que se ven y ella desfila por los 5 metros de saloncito con la blusa anaranjada que él le compró cuando supo de su color favorito y de su rechazo por la poesía. Le viene pequeña pero la ilusión es tan grande que no puede esperarse, y camina con una elegancia que no pega con la estrechez del lugar y sus muebles a bocajarro. Su ombligo con forma de eterno pasmo asoma cuando estira los brazos para apuntar con los dedos en un gesto insinuante, mientras a la vez juega con una trenza que la desidia va rasteando. Cuando piensa que muestra demasiado, introduce a su coreografía un encogimiento de hombros casi imperceptible.
Como espectador él debería sonreír, pero está nervioso como si se trajera de casa las prisas que no tenía la primera vez. Ella también sonríe pero hay doscientas autopistas con retenciones de ideas convergiendo o abandonando su cerebro. En casi todas se siente mayor y en las restantes se sabe estupenda, pero de repente se envidia a sí misma hace 15 años y empieza a competir sin ganas pero sin poder evitarlo, con esa imagen varada en el pasado inexistente. Él observa la disposición caprichosa de cuatro lunares a la altura de donde asoma el puente colgante de un tanga granate, y los proyecta en el cielo sin nubes de la noche pasada, dándoles la forma de la constelación de Orión que observa hasta que le vencen los párpados.
Recuerda que en ese momento pensaba en este cuartito y en esta modelo. Ahora únicamente sonríe, mientras baja por las escalerillas del avión de bajo coste que termina de aterrizar en un aeropuerto de Orión.
Texto: Jean Boucicaut
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