Hiciste bien en irte. Emprendiendo el vuelo antes de que todo se fuera al carajo y nos atocinara la costumbre de ver siempre los mismos paisajes, creyendo que esto era el mundo. Cuando marchaste no lo entendí. Tenía ante mí solo, lo que iba a ser a partir de entonces mi vida, una soledad enjaretada de costumbre y tedio. Por eso no quise besarte. No salí a despedirte, cuando vino el coche a por ti. Dejé que mis nublados ojos siguieran la polvareda que levantaba el vehículo, al rodar, por la pendiente de la huida. Dejé que te fueras, sin una palabra, sin un gesto. Con el corazón de hielo que me produjo tu ausencia intuida, mientras hacías la maleta silenciosamente, mirándome de soslayo a ratos, dejando que tus lágrimas rodaran impunemente por el rostro amado, sin inmutarme, sin decir nada, casi sin sentir.
Hoy te entiendo. Sé que es tarde para hacerlo. Cuando la costumbre de no vernos, de no hablarnos, ha anquilosado nuestros sentimientos de frío y ha destemplado de emoción el tiempo que estuvimos juntos. Hoy lo entiendo todo, pero sé que es tarde, que dejé pasar el momento de la despedida.
Hiciste bien en marchar. Te hubiera arrollado el tiempo de destemplanza, de este lugar. El sansirolé que acompaña la vida mortecina de la montaña, cuando se cubre de nubes que no dejan ver el camino, que no se sabe si se está al norte o al sur, si se sube o si se baja. Te hubieras ahogado en el sinsentido de un día detrás de otro. Todos iguales en su mediocre discurrir por el calendario, esperando en la mañana que caiga la tarde y al llegar ésta, que vuelvan las tinieblas a hacer desaparecer la nada cotidiana.
Hiciste bien, Laurita, en huir de aquí. En realidad, lo supe siempre, desde el principio. Que volarías alto, porque no se puede encerrar un agila en una jaula, como me dijo el médico cuando te visitaba casi a diario. ¿Te acuerdas, Laurita, como te asaltaban las jaquecas invadiendo tu frente, perlándola de sudor, tejiendo una red de hebras que la caminaba con desesperación? Día sí, día no, Laurita, te asaltaban las jaquecas, con esa furia de mil caballos trotando por la cabeza todos a una. Lo notaba enseguida. Se te cerraban los ojos, se arrebolaban las mejillas con un color púrpura, mientras el rostro se te iba entenebreciendo por momentos, dejándote sin sombra de luz, como apagada.
Los ojillos se te ponían brillantes, sulfurados, entreverados de hebras rojizas que mancillaban la blancura de la esfera ocular, mientras el iris titilaba con destellos de luz. Callabas entonces con procaz silencio, tu cuerpo se empequeñecía por momentos, apergaminándote hacia dentro, como si te quisieras ocultar de ti misma hasta hacerte pequeña, casi invisible.
Luego te encerrabas a oscuras en la habitación de atrás, donde no llegan los ruidos de la vida cotidiana que teníamos entonces. Cerrabas puertas, ventanas, hocicabas tu cara entre las sábanas y caías en un letargo, que me asustaba cuando entraba a verte. Me quedaba en la puerta, achicado por tu dolor, quieto, clavándote mis ojos como si quisiera devolverte la vida con ellos. Temiendo que no salieras nunca de ese letargo lánguido y ausente en el que te sumías. Luego llamaba al médico, que tardaba lo suyo en llegar. Yo lo esperaba en el camino, como si al salir a buscarlo, atenuara mi ansiedad, o lo acercara a ti con más celeridad.
Lo veía llegar como a un Mesías. Corría a su encuentro, como si de él dependiera toda mi vida. En realidad, sí dependía, Laurita, porque cuando a ti se te apagaba la luz, a mí se me iba la vida. Por eso no tuve fuerzas en la despedida. Ante mi mente se extendían los días futuros, las noches, las tardes si tu presencia. Como un túnel oscuro y lóbrego, de larga factura y sin final conocido. Con el mismo miedo que si me enfrentara al mismísimo infierno, proyecté mi futuro sin ti. No me quedaban fuerzas para nada más que envolverme en mi propia soledad, enfriando el amor que podía sentir para que su lacerante fuerza no me dejara sin aliento.
Así te fuiste, con el frio de mi corazón envuelto en tus manos. Llevándote la poca esperanza que cabía en la casa. Yo, me quedé absorbiendo el polvo que levantaban las ruedas del coche que te alejó de mí, mirando el espacio que dejó cuando se sumergió en la bruma del camino y ya no pude verlo.
Fueron cayendo los días uno tras otro, mientras el recuerdo de tu cuerpo se desvanecía en mis sueños, no podía verte el rostro, eras un cuerpo desdibujado, sin cara. Así te soñaba, mientras en el lecho aún quedaban restos de tu olor, de tu hueco en las sábanas que no conseguía rellenar con mis recuerdos. A veces abría el armario, que crujía en sonoro quejido al ser profanado por mi presencia. Quedaban restos de ropa en él, jirones de vida que estuvieron posados en tu cuerpo. Conservaban las huellas de tu presencia en unas costuras forzadas por la gravedad de tu alegría. Eran otros tiempos. Los de tu llegada, cuando no te fustigaba el dolor y en tu boca se dibujaba la mueca deliciosa de la risa. Ahora, los viejos vestidos yacían huérfanos de vida en un chirriante armario olvidado. Apenas quedaban rastros de tu olor, invadidos por el envolvente, de guano y polilla intrusa, atenuados los colores por el paso del tiempo, las posturas y muchas lavadas mecidos al sol de la mañana, cuando entre risas los ponías a secar en el jergón del prado.
Hoy solo tu ausencia se mece en ese mismo prado, envolviendo la figura inerte de la bruma que baja hasta él.
Hiciste bien en irte Laurita. En este solitario paramo que ha desembocado mi vida, no hay sitio para más sonido que el del arroyo, que discurre displicente entre los guijarros, abrazado por las ramas de los chopos, que el viento mece a deshora, ofreciéndome su discurrir para que mis ojos descansen de la nada.
La tibieza de la casa se mantiene, Laurita, como si tú estuvieras en ella. Aún recuerdo el frío atenazante que sentías, nada más despertar, cuando te acaracolabas en mi cuerpo para robarme la calidez que éste desprendía. Si supieras, Laurita, que ya me quedo frío cada noche, que el despertar me sorprende aterido, envuelto en las brumosas alas de los sueños que sin ti, parecen tempestades.
Hace tiempo que no hay noticias de tu vida en la ciudad. Solo la foto que mandaste en primavera. En ella se te ve lustrosa, guapa, con los ojos henchidos de alegría como cuando llegaste, enamorada, con la ilusión por estrenar, y una historia comenzada apenas, e intuida con un final mejor que el que surgió.
Casi no te quejabas de las cosas. Levemente susurrabas los quejidos, en mis oídos cerrados a tu llanto. Solo el dolor me atisbaba el desenlace, solo aquellas migrañas que te apresaban cada poco, alejándote de mis abrazos y de mi vida. Yo pensaba que el médico, con la inyección calmaba tu dolor, calmaba tus temores y tu ansia, adormecía tus ganas de volar, haciendo renacer la esperanza. Al contrario, destrenzaba la voluntad del ave, que había aprendido a volar por las alturas y ya no conformaba con estar atado en una pequeña jaula entre montañas, y en vez de música, solo oía el sonido de agua correr y el viento voltear los árboles, en suave susurro de monótona palabra.
Por eso hiciste bien en irte, Laurita, porque ahora, el frío se ha apoderado de la casa. La ha desvencijado la tormenta de invierno, porque ya no hay manos que la apuren, que claven sus tejas , pinten sus paredes, observen el desconchón de la pared y lo cubran con un caritativo manto de cemento. Porque hoy mis manos no se mueven, mis ojos están cegados, la tierra cubre mis pulmones y el tiempo se detuvo en primavera, justo al año de tu marcha, Laurita. Cuando el tedio amostazaba mi alma bastardeando el amor que te tenía. Hoy descanso y miro sin ojos y sin vida el viejo retrato que enviaste, que es mi compañero y el único motivo de que viva.
María Toca
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