El día 12 de febrero de 1809, Charles Darwin nace en Shrewsbury, West Midlands, Inglaterra. De él depende una parte de la concepción científica de la que somos deudores.
Entre otras obras, Charles Darwin escribió una célebre ‘Autobiografía’ cuya lectura actual resulta simplemente deliciosa.
Aunque dice redactarla sin haberse “esmerado nada en cuanto al estilo”, la prosa de Darwin es franca, incisiva.
Releemos la ‘Autobiografía’ de Darwin, editada póstumamente. Digo “releemos” y me corrijo.
La nueva edición que nos presentó hace unos años Martí Domínguez no era exactamente la versión que yo había leído, un texto amputado y aligerado por el hijo y la viuda de Charles.
El niño Darwin parece robusto y con un punto de picardía, un jovencito bien despierto, atento observador desde fecha temprana, amante de la naturaleza.
Hacia 1876, cuando escriba la ‘Autobiografía’ recordará su infancia con cierto detalle, su afán coleccionista, sus cacerías de animales, las clases de su hermana Caroline, las lecciones en la escuela local, su inocencia traviesa.
Se sorprende siempre corriendo, convencido entonces de que sus habilidades motoras son una gracia de Dios; se sorprende también de la crueldad y de la piedad infantiles de que es capaz, robando nidos, matando lombrices, golpeando algún cachorro que no llega a aullar.
Tendrá mal acomodo en el colegio, un lugar en el que fuerzan a los muchachos con aprendizajes memorísticos de cosas inútiles.
Charles se formará en las Universidades de Edimburgo y Cambridge, cursando sin interés estudios de medicina y teología.
En realidad, “ninguna de mis dedicaciones”, dice, “fue, ni de lejos, objeto de tanto entusiasmo ni me procuró tanto placer como la de coleccionar escarabajos”.
Más adelante, el viaje en el Beagle (1831-1836) —surcando mares, recalando en islas y costas remotas, anotando sus registros— le permitirá descubrir lo inesperado.
La aparición de ‘El origen de las especies’ (1859), que tanto escándalo provocará trastorna el orden del mundo y de las concepciones humanas.
Es un científico tenaz: un observador atento a lo minúsculo. Del indicio extrae información y lo pequeño deviene grande, ley general, ley de funcionamiento.
Selección natural y supervivencia de los más aptos son algunas de las fórmulas que resumen la teoría evolucionista y que pronto harán fortuna.
¿Qué papel finalmente reserva a Dios?
Conviene recordar la censura, las censuras que amputaron la primera edición de ‘Autobiografía’.
No fueron las únicas, desde luego: los familiares de Darwin considerarán que las ironías o los sarcasmos que el naturalista se permite con sus contemporáneos son incorrectas.
Y las menciones que hace a la figura de Dios serán las más censuradas. En la ‘Autobiografía’, Darwin manifiesta incredulidad y escepticismo.
Admite lo inverosímil que es el Antiguo Testamento, “versión manifiestamente falsa de la historia del mundo, con su Torre de Babel, el arco iris como signo” o con una Providencia dominada por “los sentimientos de un tirano vengativo”.
Pero no menos dudosa es la historia de Jesucristo: un Dios bondadoso, sí, pero desmentido por el sufrimiento humano. El mundo es un espacio de conflicto sin fin.
En conjunto, admite Darwin, los Evangelios son bella literatura que explota y explora lo sublime, con un Dios que hace del prodigio su modo de manifestarse.
Se cree en Dios contra toda evidencia, añade, porque hemos sido educados en el hábito de creer.
¿Y la moral?
Si no hay Dios, ¿Qué nos frena?
Si no hay castigo eterno o recompensas definitivas, ¿cuál puede ser la regla de vida? Darwin niega el ciego destino, ese comportamiento puramente instintivo.
“El ser humano”, dice el naturalista, “mira al futuro y al pasado y compara sus diversos sentimientos, deseos y recuerdos”.
El ser humano es capaz de demorar su satisfacción más primitiva y, por tanto, es capaz de seguir “los instintos sociales”. ¿Y qué es eso?
El freno que nos impone la civilización, el pago inmaterial que recibimos de los demás, la ayuda, el reconocimiento.
El individuo no es sólo un ser egoísta: también tiene sentimientos altruistas, nos dice. La conclusión de Darwin es la de la moral laica.
Para él y para tantos otros después, la ética no empieza con Dios, sino con los individuos estableciendo relaciones humanas: justamente cuando de los demás esperan respeto y buen trato.
Nunca lo olvidemos.
Nunca lo olvidaremos.
Justo Serna.
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Ilustración: Iban Barrenetxea
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