No hace falta explicar a estas alturas que el feminismo se ha convertido en el principal enemigo de la derecha (no sólo de la extrema derecha; estamos viendo como toda la derecha vira hacia posiciones más claramente antifeministas).
Es una situación reactiva y novedosa, en tanto que desde siempre la extrema derecha ha sido machista pero su eje principal de reacción en los años 30 era el comunismo, y su chivo expiatorio, los judíos, los inmigrantes o cualquier grupo nacional minoritario. Pero desde hace algún tiempo, el neofascismo ha declarado enemigo principal la “ideología de género” (feminismo). Por otro lado, hay algunos analistas de izquierdas que al comprobar las dificultades de reactivar la lucha de clases tradicional en este tiempo tildan de “guerra cultural” cualquier cosa que no pase directamente por la clase como impugnación principal y, por tanto, al feminismo, como manera de distraer de la verdadera lucha: mientras nos dedicamos a los temas de mujeres, nos cuelan leyes de tinte neoliberal, dicen. Y hay otros que, asumiendo que un poco de feminismo es bueno y civilizatorio, insisten en que mucho feminismo y muy radical es menos bueno porque genera la tan temida reacción neomachista.
Ambas opiniones hacen lecturas androcéntricas del momento e ignoran la intrahistoria patriarcal del capitalismo. El sistema se revuelve porque el feminismo es hoy el principal movimiento de impugnación al sistema neoliberal, capaz de proponer un horizonte alternativo y un proyecto de sociedad más justo. Y la derecha lo ha leído adecuadamente. Las lecturas androcéntricas de la crisis ignoran que el capitalismo está basado en una determinada política sexual, aunque esta parezca invisible. La necesita ahora y la necesitó en su origen, como ha explicado de manera insuperable Silvia Federici. El capitalismo, al poner a los hombres al servicio de la producción (al servicio de los patronos), lo hizo separando esta del ámbito de la reproducción y estableciendo una rígida separación entre trabajo masculino (al servicio del patrón y por un salario) y femenino (al servicio del marido y gratuito). Se expropió a los hombres del fruto de su trabajo, pero a cambio se convirtió a cada uno de ellos en dueño del trabajo y del cuerpo de una o varias mujeres. Cualquier hombre, por pobre que fuera, tenía en su casa a alguien más pobre que él mismo: su mujer, como bien vio Engels. Y esto no es cosa nimia para quienes tienen poca cosa. No es solo el disfrute de multitud de servicios de cuidado, sexuales y afectivos, sino también el refuerzo para la propia subjetividad que supone la previa degradación de las mujeres, lo que inmediatamente decreta la superioridad de la otra mitad humana. Cualquier hombre puede verse el doble de grande en el espejo de las mujeres. La caza de brujas no fue sino el esfuerzo por disciplinar a todas las mujeres en su lugar de sumisión en la nueva economía, así como su subordinación psicológica y moral. Desde entonces, la mujer ha trabajado igual que siempre, pero se ha mantenido la ficción de que no lo hacía porque su salario (en caso de que lo hubiera) no debía ser más que el complemento del salario masculino, por tanto más barato, y el resto de su trabajo era su donación gratuita a su patrón/marido.
Ha habido varias revoluciones feministas desde entonces, las que nosotras llamamos “olas”, y a todas ellas les ha seguido la correspondiente reacción patriarcal, pero los avances no se han podido revertir nunca del todo. Además de muchos cambios culturales e ideológicos de enorme importancia, las mujeres llevan ya muchas décadas accediendo al trabajo asalariado de manera constante y a través de la educación. En los 70 se produjo una aceleración en dicho acceso y permanencia. Las mujeres ya no quieren ser amas de casa, lo que implica cambios estructurales en un sistema económico organizado según una rígida división sexual del trabajo. A su vez, los Estados del bienestar más desarrollados van coadyuvando al cambio al ofrecer (en unos mucho más que en otros) los servicios públicos necesarios para que las mujeres puedan incorporarse en igualdad al mundo del trabajo asalariado. Y eso conlleva cambios de todo tipo, no solo económicos, sino culturales, simbólicos y también subjetivos y relacionales. Pero al mismo tiempo que se producen esos cambios, la llegada del neoliberalismo produce una tormenta perfecta de la que las economistas feministas venían advirtiendo. Por un lado, los avances en libertades sexuales, mujeres incorporándose al mercado laboral, divorcios y baja natalidad: todo esto ha puesto en crisis la familia tradicional. Al mismo tiempo, la búsqueda del beneficio y el ataque a lo público acaba con los servicios públicos universales o los privatiza, lo que unido a lo anterior, genera una crisis de cuidados sin parangón: alguien tiene que ocuparse de las necesidades básicas de los trabajadores, del cuidado de enfermos, ancianos/as, niños y niñas y personas dependientes. Y por último, nuestros salarios no son complementarios ni secundarios, exigimos iguales salarios e iguales derechos. Por eso el feminismo supone una impugnación al sistema en su conjunto: porque el feminismo exige un Estado fuerte, más impuestos para pagar esos servicios, socialización de los mismos, más sector público. Las mujeres no podemos ser iguales ni libres si la sociedad en su conjunto no se hace cargo de todo ese trabajo que ya no queremos seguir haciendo gratis. Y eso es lo que el sistema neoliberal pretende hacer depender del dinero o, en todo caso y otra vez, devolverlo al interior de los hogares. Un sistema económico que pretende acabar con el cuidado colectivo, con la sanidad pública, con la atención a la dependencia; que ofrece vidas de subsistencia a la mayoría de la población, necesita de nuevo que las mujeres se hagan cargo de ese trabajo o el descontento irá en aumento. Y, por otra parte, el capitalismo pretende seguir utilizando a las mujeres como asalariadas baratas y precarias. Pero las mujeres no estamos dispuestas a retroceder y nuestra igualdad y libertad son innegociables.
La tradicional alianza masculina, forjada en el inicio del capitalismo, se ha roto, por eso la crisis es profunda. Los asalariados siguen explotados, pero muchos de ellos ya no son dueños de una mujer, sino que, por el contrario, son interpelados por ellas. Eso genera rabia e ira. A esa rabia se deben, entre otras cosas, el aumento de la violencia contra las mujeres (Laura Rita Segato lo ha explicado muy bien). Además, el feminismo ha conseguido algo precioso: un movimiento verdaderamente transversal, organizado pero sin líderes, amplio y radical. No hay hoy un movimiento con tanta potencia. El feminismo lo impugna todo, pretende cambiarlo todo y, eso incluye, acabar con un sistema social que genera que todos los hombres tengan privilegios sobre, al menos, las mujeres de su misma clase social. Es lógico que esto genere conflicto.
El momento actual del feminismo también tiene riesgos. Las mujeres también padecemos la falta de certezas vitales y eso podría producir un repliegue identitario que genere un feminismo defensivo, que mire adentro en lugar de hacia delante. Una parte minoritaria del feminismo parece volverse hacia identidades trans en busca de un enemigo interno imaginario al que culpar de todo, poniendo los derechos a competir unos con otros. Otra parte pretende un separatismo radical que no busca tanto el cambio social como el ejercicio de prácticas culturales que bloquean la necesaria apertura política. Otro riesgo parecido a los anteriores es que ese repliegue identitario se vuelque en un giro social esencialista, que termine coincidiendo con visiones reaccionarias de la maternidad y la familia, funcionales a la construcción de la feminidad y la mujer como propias del hogar, esta vez con discursos falsamente liberadores. Ante las incertidumbres, el pasado conocido puede parecer un lugar más habitable que el futuro por conocer, pero ese pasado es el que estamos diciendo que no queremos más. El tercer riesgo es la amenaza de una derecha decidida a romper la hegemonía feminista entre las mujeres y a desligar al feminismo de cualquier vínculo con el cambio real. De “el feminismo no tiene que ser de izquierdas” que sostuvieron Cs y el PP en el pasado 8 de marzo, al “para ser buena política y estar a favor de la igualdad no hay que ser feminista”, que sostiene ahora un PP que mira hacia Vox.
Por último, el riesgo cierto de renunciar a la radicalidad y buscar el mal menor. Significaría dejar de ser ese movimiento impugnador con el status quo para volver a lo que Nancy Fraser llama “el feminismo del techo de cristal” –el que manifiesta más preocupación por la paridad en los consejos de administración que por la defensa de los derechos de las trabajadoras domésticas–; el de la defensa a ultranza de leyes contra la violencia que se aprueban sin presupuesto y que renuncian a ir más allá del castigo penal; el que podría terminar convirtiéndose en un feminismo inocuo para el sistema del que se benefician únicamente las mujeres de las élites. Es decir, que volvamos a un feminismo formal que le viene bien a los partidos que quieren seguir llamándose progresistas, pero que no es suficiente para la inmensa mayoría de las mujeres que sufren la violencia, la pobreza, la desigualdad, la precariedad, la falta de tiempo y la imposibilidad de vivir una vida vivible en condiciones.
Nosotras estamos exigiendo una sociedad del buen vivir y del bienestar, que socialice el trabajo reproductivo, el cuidado de las personas, y reparta los trabajos y los recursos. Una sociedad en la que todas las vidas valgan lo mismo y todas tengan la posibilidad de vivirse plenamente. Exigimos tiempo de vida y vida de calidad. Exigimos sociedades en las que todos los individuos estén socialmente resguardados desde el nacimiento hasta la muerte y en donde ninguna mujer sacrifique su vida por otras vidas, donde las mujeres sean para sí mismas igual que lo son los hombres, y para los demás, en la medida en que todas y todos lo seamos. Y eso implica cambios profundos y radicales en la economía, en la subjetividad masculina, en la sexualidad, en la manera en que nos construimos y nos relacionamos. Cambios y avances contra los que el neoliberalismo ha soltado a sus monstruos.
Beatriz Gimeno
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