Alguien me pregunta una dirección cualquiera y es diez minutos después de darla cuando descubro que he mandado al hombre a un lugar completamente diferente al que me dijo. Los dos nombres se parecían y mi cabeza estaba en otro lado, pero el caso es que la ausencia de mala intención no me evita un prurito culpable. Cuando poco a poco consigo olvidarme del tema descubro que yo también me he perdido. Pregunto a su vez direcciones y tuerzo el gesto con la desconfianza del que identifica en la gente un reflejo de una misma mirada ausente, o un mismo gesto adormilado que con las mejores maneras me alejará aún más de mi destino. Tras un buen rato sin hacer caso a nadie localizo yo solo la calle, la oficina y la maquinita expendedora de un papel que, arrugado entre las manos, me conducirá a la ventanilla donde alguien se interesará en explicarme algo que no servirá más que para enquistar el problema que me ha traído hasta aquí. Al despedirme me compulsará el documento que no toca. Dos negociados a la derecha distinguiré al hombre perdido, inasequible al desaliento, señalando a otro eslabón de la cadena de torpes una nueva dirección errónea.
Texto: Jean Boucicaut
Fotografía: Lola K.Cantos
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