Era un lunes. Salías hasta los lunes si te apetecía porque había descubierto un placer secreto en hacer a solas según qué cosas que no le contarías a nadie. La ciudad te concedía por entonces bares que abrían todos los días aunque fuera invierno, aunque soplara el viento con esa rabia y ya estuviera oscuro. Bajabas andando a aquel garito, El muelle, porque el camarero era un tipo escuálido y mayor, quizás tenía treinta. Conversabais, se os iban las horas hablando de música como si tú también lo fueras. Te contaba de los grupos ingleses que no pinchaban en ningún otro lugar y te servía gratis dos o tres zumos de piña. Eso era todo. Tú te maquillabas igual que un sábado, te cardabas el pelo y estrenabas una de esas faldas que habías robado en el Corte. Solo notabas el frío cuando te ibas a casa, solo entonces el hechizo se desvanecía.
Una tarde te lo encontraste por Doctor Cerrada. Te llamó desde la acera de enfrente. Era el chico más guapo del colegio, un mal estudiante, un buen tipo. Guapo de una forma extraña, porque siempre estaba despeinado, como si acabara de pelearse con alguien, y siempre parecía triste, aunque sonriera. Llevaba un abrigo negro muy largo. Hablasteis dos minutos y te preguntó dónde ibas. No habíais vuelto a veros desde que acabaste octavo. Él suspendió todas y no llegó al instituto. Venga, te invito a algo y me cuentas. Fuisteis a El muelle. El camarero mayor entrecerró sus ojos gatunos al servirte tu zumo. Él pidió una cerveza. Solo cuando lo tuviste sentado en la banqueta de enfrente, tan cerca, oliste el peligro. Te diste cuenta de lo delgado que estaba. Aquellos pómulos afilados le sentaban bien, sin embargo. Parecía la versión fantasmal del chico que jugaba bien al fútbol en los recreos, del ligón que las llevaba a todas de calle. Sonreía y te acarició el pelo un par de veces, pensativo, casi con nostalgia del tiempo en que te había conocido, del que era él por entonces. Te preguntó si seguías sacando buenas notas, si aún ganabas concursos de cuentos. Era amable, era bueno, lo hubieran cogido enseguida en un casting para hacer del perdedor que quieres que se salve desde que empieza la película, pero que terminará fatal, muerto en un callejón, con los ojos abiertos. No es buena idea, ¿verdad?, susurró justo en el momento en que acabó la canción que estaba sonando. No, de hecho es una idea malísima, añadió. Y tu camarero cambió el disco y él dio el último trago y te besó en la mejilla antes de ponerse de pie, de regresar a la noche heladora de aquel lunes ventoso y coger el camino equivocado que llevaba esperándolo toda la vida.
Patricia Esteban Erlés.
Deja un comentario