Don Esteban de Sotomayor y Gracia había sido siempre un hombre extemporáneo y decidido, laberíntico y caprichoso, eficazmente educado por su padre en los entresijos del poder, cuyos hilos manejó como los de una marioneta indefensa incluso cuando la edad oxidó sus nervios y mermó sus cualidades naturales para la diplomacia y el liderazgo, pero a pesar de su carácter excéntrico nadie pudo imaginar nunca que después del martirio sufrido por su única hija fuera capaz de insertar una esquela en La Gaceta reclamando la presencia de los ladrones y torturadores de la niña para recompensarlos por su buena acción. Lo más extraño de todo fue que Margarita Aranda, que desde tiempos remotos había mantenido una guerra sin cuartel contra los caprichos de su esposo, alabó la idea y deseó fervientemente que los malhechores aparecieran para solucionarles el porvenir con una renta vitalicia y un cortijo desocupado que la indigencia había convertido en un inmenso aulagar amarillo donde el ganado de los vecinos comisqueaba gratuitamente, pero que podía enriquecer de por vida a cualquiera que se atreviera a cultivarlo.
-La vejez y los milagros te han hecho justo -sentenció Margarita la mañana que leyó el reclamo en La Gaceta-, ahora sólo hace falta que los bandidos se atrevan a aparecer.
Esteban de Sotomayor y Gracia había conocido a Margarita Aranda muchos años antes, en medio de una procesión que atasajaba la madrugada con el humo de los cirios y el aroma vehemente del incienso, mientras el Cristo de la Sed paseaba sus llagas por los angostos callejones del pueblo, rozando los faroles mortecinos con las virolas de la cruz. La vio como a un lucero en la madrugada, caminando pausadamente tras la imagen agostada del Cristo, investida de dignidad por el tul de una mantilla de Almagro que dilataba su porte de reina. Desde el balcón de la casa la siguió con la vista, dejándose llevar por los acordes de la banda y el perfume de los naranjos, y ya nada pudo salvarlo de los rigores deliciosos del amor.
Durante meses se desveló con la idea de aquella mujer a la que nunca antes había visto, y el secreto de su nombre lo persiguió como un fantasma inclemente por los corredores de la hacienda y por los laberintos inescrutables de su soledad, pero a nadie preguntó por ella, temeroso de la suspicacia de aquel pueblo capaz de transformar las preguntas en rumores y los rumores en evidencias, de forma que trató de aproximarse a ella siguiendo los senderos escrupulosos del disimulo, y todo el mundo supo entonces que don Esteban de Sotomayor y Gracia, el hombre más rico de la provincia, andaba enamoriscado de Margarita Aranda, la viuda joven y sin fortuna que impartía clases de costura en el colegio de las monjas.
Hasta ella misma supo el sentimiento de Esteban mucho antes de que él asociara el amor a la pesadumbre arraigada y arbitraria que le robaba el apetito y lo remitía incansable a los atardeceres cerriles de sus fincas, donde el vuelo silencioso de los tordos parecía devolverle las esquirlas de la paz perdida. Y allí lo hubiera sorprendido la vejez y la locura si las religiosas no desbaratan con un certero golpe de autoridad el castillo de confusión donde se había recluido. “Sólo hay un antídoto eficaz contra el mal de amores” le dijeron, “ponerse en manos de Dios y someterse al sacramento del matrimonio. Ella también te quiere”. Y esa misma tarde se desvelaron para él muchas incógnitas sobre Margarita Aranda, cuestiones que ella misma había resuelto y olvidado hacía tiempo y que de pronto surgieron ante Esteban como espectros de obligado conocimiento.
Treinta días después contrajeron matrimonio a pesar de que ella insistió en su incapacidad para engendrar hijos. “Lo que no puede la naturaleza lo puede la fe” respondió él. Y desde ese momento olvidó las lindes de las fincas y el vuelo de los pájaros y se entregó a la vida conyugal con el desafuero de un lunático. Tenía cuarenta y dos años y le escribía versos de amor como si tuviera dieciocho, versos que anotaba en papeles de colores y que ocultaba en los lugares más inopinados de la casa con la intención de sorprenderla en sus cortas ausencias. La sobrecogía a menudo con regalos de procedencia insospechada para los que ella no encontraba utilidad y la amaba a diario, con apetencia o sin ella, obcecado con la idea peregrina de engendrar un hijo que la hiciera más feliz aún.
Margarita Aranda, que a causa de la viudez se había encompadrado ya con la soledad, se vio desbordada por aquel molesto y caprichoso río de atenciones y pronto volvió a la intimidad del costurero confiada en que la estéril realidad de su cuerpo venciera por agotamiento a Esteban y este le concediera alguna paz esporádica en el lecho matrimonial, pero diez años más tarde Esteban de Sotomayor seguía sin pensar en la rendición, y había encontrado en los muebles antiguos una fórmula eficaz para distraer el pensamiento y eludir la presencia de la duda. También la fe en las imágenes consolidó su firmeza de espíritu y mantuvo viva su esperanza, de modo que alternaba los muebles clavadizos con las coronas espinosas de los cristos y sus regateos de buhonero húngaro con las plegarias bisbiseantes a la luz de los tenebrarios.
Y así estuvo diez años más, gastando fortunas colosales en cachivaches apolillados cuya restauración le robaba meses de trabajo, rezando letanías kilométricas a los cristos de la comarca, que habían agotado su paciencia etérea de tanto oírle la misma súplica, y amando diariamente a Margarita Aranda, cuyo cuerpo vencido por la edad resistía a duras penas los empellones del amor. Pero a medida que pasaba el tiempo, la insistencia obcecada se revelaba ineficaz en aquella guerra entablada contra la codicia de la naturaleza. Margarita rozaba ya la senilidad y los cristos seguían indiferentes a las oraciones y a las promesas, ansiedades de reclinatorios que Esteban de Sotomayor empezaba a contemplar como burlas grotescas, horadada la fe, hundida la esperanza en la evidencia irrebatible del tiempo. Pronto cayó en la depresión y el abandono cubrió de polvo su ilusión y sus muebles, y por primera vez en la vida Margarita deseó de verdad ser madre.
Puede que tan sólo fuera eso lo que aguardaba el destino, y una tarde de invierno, Esteban de Sotomayor entró como un penitente en el salón de la casa. Margarita estaba sentada en un confidente inmemorial que Esteban había tapizado un año antes. Miraba la lluvia a través del balcón, sin labores de costura en las manos, con los pies apoyados en un escabel y las piernas arropadas en el folgo de conejo argentado que mandó traer de la ciudad cuando se vieron las primeras heladas. Él se acomodó a su lado, silencioso, calculando el tiempo que tardaría en llegar la noche. Entonces ella giró la cabeza y desbarató su desazón sin miramiento alguno. “Estoy embarazada” dijo, “se conoce que Dios está muy lejos porque ha tardado mucho en oírte”.
Nueve meses después, puntual como la llegada de un cometa anunciado, vino al mundo Marta de Sotomayor, con los ojos abiertos y espantados, en medio de un verrón indecente cuya magnitud desbordaba los límites de la razón y vaticinaba el carácter de centurión que la niña ostentaría el resto de su vida. Margarita Aranda tenía entonces cincuenta y dos años, y como había supuesto Esteban, aquel alumbramiento dulcificó su carácter y anuló la frustración que durante toda la vida había empañado de tristeza su mirada, pero también se despertó en ella un sentido crítico y una visión fantasmagórica del mundo, y desde entonces empezó a ver la realidad como un universo de espantajos capaces de sobrecogerla en los momentos más imprevisibles. Pronto se perturbó con la idea de la muerte, a la que imaginaba acechando en el sueño y en las comidas, y se volvió hipocondríaca, medicinándose con dosis de caballo al menor resfriado. Tampoco desdeñó la posibilidad de un nuevo embarazo, por eso instaló en la otra punta de la casa un dormitorio individual que el propio Esteban de Sotomayor le decoró con muebles centenarios, sin la menor perturbación, inmerso en un desafecto crónico hacia las cosas del amor, volcado en las atenciones de la niña a la que veía como un milagro viviente.
Mucho antes de empezar a hablar, Marta de Sotomayor comprendió que el epicentro de la casa era ella y que todo estaba permitido en aquel lugar menos sus lágrimas, de modo que lo tuvo fácil a la hora de conseguir sus propósitos. Apenas contaba seis meses cuando en una de sus crisis de llanto quedó traspuesta, mirando hacia el techo con la boca abierta, en una terrible posición de muerta viviente que no sacudió los cimientos del mundo como ella pensaba, pero sí los de su padre, quien la vio en las garras de la muerte y pensó que llegaba el fin para los dos. “Que la niña no vuelva a llorar bajo ningún pretexto” advirtió, y despidió a las sirvientas que no supieron darle con el antojo. Desde entonces se volcó con Marta hasta el extremo de abandonar sus propios quehaceres. Dejó los cortijos en manos de administradores que le robaban lo que podían, sabedores de que Esteban andaba enredado en una briega de niñeras de la que nunca saldría; dejó que la alcaldía del pueblo, encomendada a su custodia por el gobernador en persona, cayera en la indigencia y en manos de funcionarios expertos en el arte de la especulación, y apenas se enteró de las revueltas campesinas que asolaron la comarca y pusieron en jaque a la Guardia Civil. Su mundo era el de la niña y su mayor preocupación evitarle el llanto. Al pie de la cuna recibía a los invitados, a los apoderados de sus fincas y a los criados de la casa, sin ninguna distinción, y si la niña lloraba estando presente alguno de ellos, lo obligaba a salir inmediatamente sin el menor asomo de cortesía.
A los dos años de su llegada al mundo, Marta de Sotomayor empezó a hablar, tan claramente que asombró a las religiosas y terminó de cautivar a su padre, a quien perseguía por toda la casa lanzándole requiebros con su vocecita particular de sirena encantada. Sin apenas proponérselo, con una facilidad impropia incluso de un adulto, emprendía conversaciones que duraban horas y atosigaba a todos con preguntas de imposible respuesta en las que persistía durante días sin admitir soluciones de compromiso. Al final terminaba llorando. “El llanto será la perdición de esta niña”, vaticinó su madre un día, sin imaginar entonces que ponía el dedo en la llaga más dolorosa de su destino, pero Esteban de Sotomayor, que por aquella época empezaba a dejarse herir seriamente por la vejez, desoía los consejos de todo el mundo, arrastrado por la corriente de un tiempo que veía fluir con demasiada rapidez, y se afanaba en cubrirla de antojos que le costaban fortunas, juguetes exóticos que mandaba traer de la ciudad o encargaba a los artesanos del pueblo siguiendo las directrices que la niña señalaba.
Al cumplir los cuatro años le regaló un chinesco con cascabeles de plata que Marta tocaba sin descanso y sin compasión hacia los moradores de la casa. Un día los criados, con los nervios al borde de la quiebra, lo hicieron desaparecer mientras ella montaba a caballo con su padre. Cuando lo echó en falta estuvo veinticuatro horas llorando sin parar, y cuando parecía que el corazón le reventaba por falta de aire, Esteban de Sotomayor, con el alma lacerada, se presentó ante ella con otro chinesco, pero con cascabeles de oro. “Quid pro Quo”, dijo ante todo el mundo, restableciendo su autoridad mientras el corazón se le vaciaba de aflicciones. Marta desechó de inmediato el nuevo chinesco, pero su padre le regaló un praxinoscopio que simulaba hábilmente los pasos comedidos de una bailarina, un juguete diabólico para la época y el lugar, que levantó expectación en el pueblo y con el que incluso Margarita Aranda jugaba por las noches sin explicarse que los ojos fueran tan mentirosos como el Diablo.
Jugando con aquel artefacto estuvo hasta los cinco años, sin prestar atención a las joyas que su padre le regalaba y que ella acumulaba sin interés en un bargueño de caobilla junto con botones de colores y mariposas disecadas. Pero el mismo día de su quinto cumpleaños, alguno de los invitados o algún criado de la casa descerrajó el mueble, forzó las gavetas y se hizo rico en una sola tarde. Marta no se dejó afectar por el revuelo formado, ni por la presencia de los guardias, ni tan siquiera por la pérdida de las joyas, pero comprendió que aquellos abalorios dorados despertaban la ambición ajena, y desde entonces empezó a reclamar a su padre sortijas y collares, gargantillas y pulseras de incalculable valor que exhibía a su antojo por la casa y por las calles, cuando acompañaba a su madre a la misa del domingo o cuando acudía al colegio de las monjas a aprender canciones religiosas para seguir cautivando a su padre.
Ya por aquellos tiempos las monjas empezaban a prepararla para la primera comunión, pero la niña mostraba un desinterés casi pagano por los misterios de la religión, y terminó rechazando las visitas al colegio, sobrecogida por la luz insuficiente de la capilla y por las heridas monstruosas de los mártires que ocupaban las hornacinas desde hacía décadas. Las religiosas tomaron entonces la decisión de educarla en su casa, pero Marta de Sotomayor eludía las clases con ataques de llanto o con fugas a través de los corredores que su padre celebraba con aplausos ante el gesto incrédulo de las monjas. Un día cometieron el error de reprenderlo severamente ante la niña. “La niña tiene que hacer su primera comunión cuando llegue la hora, don Esteban” exigió la religiosa mirándolo fríamente tras los impertinentes dorados, “tanto si usted quiere educarla como si no, por las buenas o por las malas”. Esteban de Sotomayor no supo qué decir y guardó silencio; la niña también, pero en aquel preciso instante decidió no hacerla.
Un año después de aquello la relación de Esteban con las monjas casi se había convertido en una guerra abierta que los rumores se encargaban de alentar, una guerra en la que Esteban perdía posiciones a medida que se aproximaba la fecha de la ceremonia, acorralado entre la negativa de la niña y su miedo ingénito a verla llorar. Margarita Aranda, alineada en la posición de las monjas, se convirtió en un enemigo despiadado que atacaba eficazmente a todas horas y por todos los flancos. Entonces Esteban de Sotomayor decidió utilizar su brazo político para convencer a Marta. Mandó traer de la capital una colección de vestidos de princesa para que ella eligiera el más adecuado, esperando ilusionarla con la prepotencia delicada de los encajes, pero ella los estrenó todos sin que nadie fuera capaz de oponérsele; le compró un libro de oraciones con las letras de oro y las pastas de nácar que hubiera envidiado el propio Papa, pero ella lo guardó en el bargueño sin ni siquiera abrirlo; le trajo un rosario de perlas naturales que la niña se colgó del cuello como si fuera un amuleto antes de descuartizarlo sin misericordia, y por último, viendo que todos los esfuerzos eran baldíos, le prometió un caballo de raza si hacía la comunión. Ella le exigió el animal de inmediato, y a la semana siguiente lo tuvo en la puerta enjaezado como el de una reina. Su madre la vio montarlo desde el cobertizo. “A pesar de todo no hará la comunión” le dijo a Esteban, “todo lo que le sobra de soberbia le falta de disciplina”.
Así fue. Dos días antes de la ceremonia, a media mañana, su padre se presentó en su habitación con una nueva colección de vestidos, esta vez traídos expresamente de París para que el asombro amortiguara cualquier intento de negativa. “No”, dijo Marta. Simplemente. Entonces Esteban de Sotomayor, a quien la felicidad le había borrado del alma el rostro de la cólera, gruñó de rabia por primera vez en muchos años y abofeteó a la niña. Después salió gritando de la habitación, desparramó los vestidos por el pasillo, empujó a dos criados que se tropezaron con él y al final se derrumbó en un sillón del comedor, abrumado por la ira y la impotencia, justo cuando Marta de Sotomayor empezaba a llorar.
Ni su madre, ni los criados, ni las monjas, ni su propio padre por último consiguieron hacerla callar aquel día. La niña lloraba sin consuelo ni descanso, sin atender a razones ni a súplicas, poseída por una llantina incontrolable que al amanecer le provocó vómitos y espasmos que sobresaltaron a los presentes y sacaron de sus casas a los vecinos, impresionados por el griterío de la madre y la alarma de los sirvientes. A media mañana llamaron al médico, quien le aplicó cataplasmas en la cabeza y en otras partes del cuerpo con la intención de calmarla, pero sólo consiguió reponerla de su debilidad y hacerla llorar con más fuerza. “Si sigue así mucho tiempo es capaz de morirse” aseguró, pero fue incapaz de consolarla. De madrugada, Marta empezó a padecer torozones de caballo que le soltaron el vientre y le produjeron arcadas, y al amanecer, al fin, dejó de llorar. El médico se acercó a la cabecera de la cama, le tomó el pulso y se volvió hacia Esteban. “Está muerta” dijo lacónicamente, y salió de la habitación.
La vistieron con su traje de comunión y le pusieron entre las manos el libro de oraciones. Después de acunarla en el ataúd, Esteban de Sotomayor la cubrió por entero con las joyas del bargueño, le puso a los pies los cascabeles del chinesco y cerró la tapa para no verla más, estremecido ante la arbitrariedad de un tiempo que aumentaba su velocidad a medida que miraba el cadáver. Se había sentido milenario en pocas horas, y aunque ya no le asustaba la llegada de la muerte, quería estar vivo para el momento del entierro. A la mañana siguiente llevaron a Marta a la iglesia y la ubicaron en un catafalco rodeado de cirios que Esteban sepultó en oraciones inconexas, asustado y nervioso ante la inminencia del sepelio, y cuando llegó la hora, a mediodía, sólo atinó a desmayarse. Se despertó al anochecer, soñando que el Cristo de la Sed le devolvía a su hija bañada en sangre, y se echó a llorar como un anciano desvalido, deseando morir del mismo mal que la niña.
Si hubiera estado en el cementerio para ver a los ladrones, probablemente no hubiera vuelto a conciliar el sueño el resto de su vida. Entraron por la puerta principal, forzando la cerradura con una palanca, y se dirigieron al panteón de la familia Sotomayor, parcamente iluminado por los fogariles de la entrada, que a esa hora de la madrugada empezaban a morir por falta de combustible. Descerrajaron el candado sin dificultad y abrieron el féretro a piquetazos. Marta de Sotomayor seguía abismada en su silencio con las pestañas aún humedecidas por las lágrimas. Robaron el devocionario, las joyas que cubrían el vestido de comunión y la gargantilla de esmeraldas que le acordonaba el cuello de encaje, y por último revolvieron el cuerpo sin piedad buscando los cascabeles de oro del chinesco. Antes de marcharse, uno de ellos reparó en el anillo de diamantes que adornaba el dedo anular de la niña. Quiso sacarlo y no pudo. Apremiado por sus colegas abrió una navaja y cortó el dedo, y en ese momento Marta de Sotomayor abrió los ojos, lanzó un grito de terror que taladró las paredes del panteón y descompuso los intestinos de los ladrones y se incorporó del ataúd gimiendo de dolor.
Marchó a su casa sola, en un estado de letargo doloroso producido por la muerte ficticia y la amputación del dedo y cruzó las calles del pueblo pegada a las paredes, silenciando a los grillos y espantando a la pareja de guardias civiles que hacía la ronda aquella noche. Llegó a su casa al amanecer y el propio Esteban de Sotomayor le abrió la puerta. La vio haciendo pucheros y con el vestido ensangrentado y se arrodilló ante ella bañado en lágrimas. Nadie pudo convencerlo jamás de que aquel milagro fue un caso palpable de catalepsia. Tampoco Marta de Sotomayor volvió a llorar, ni siquiera cuando su padre murió de viejo lamentando no haber hallado a los ladrones que resucitaron a su hija y encomendándose para toda la eternidad a los clavos del Cristo de la Sed.
José Antonio Illanes.
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