Tienes que hacer un viaje de dos días a Madrid. No hay excusa. Reunión familiar importante
Tres días antes, a las 11 de la noche, compras por internet los billetes de ida y vuelta. La operación te cuesta dos horas; te confundes varias veces y tienes que reiniciar; los ordenadores de la agencia de viajes deben estar estupefactos, aunque la verdad es que son una mierda. Finalmente, con los billetes en el móvil y sin querer mirarlos más, te acuestas rendida.
La mañana de la partida (el autobús sale a las cinco menos veinte de la tarde), preparas una bolsa «con lo más indispensable». Y confirmamos que tu cabeza no comprende «lo más indispensable». Deambularás dos días y medio con varios kilos de peso colgados del hombro y contra los que las lesiones de tu espalda aullarán enojadas.
En la dársena del autobús, orgullosa a pesar de todo porque no tienes que meter maletas al portaequipajes (menos dolores, piensas tontamente), el chófer que coteja los billetes, alza los ojos y te pregunta amablemente: «Débora, ¿verdad?«. Segurísima, le contestas: «No, Ludovica». Algo menos amable, coge tu móvil: «Déjeme mirar mejor su billete, porque aquí hay algo raro». Tu cabeza deja de funcionar, como suele, pero tu espalda grita: «¡no lo sabe Vd. bien!».
Segundos más tarde te devuelve el móvil y, ya serio, te dice: «Señora, las 04:40 no son las 16:40, que es la hora de este momento. Ha sacado su billete para las cinco menos veinte de la madrugada; por si dicho así lo entiende mejor».
Muda por completo te retiras de la fila. En la taquilla te dicen que el billete es incambiable e «indevolvible» porque lo has pagado con una oferta estupenda. Con lo orgullosa que estabas por haber cuidado tu maltrecha economía.
Descuelgas de tu espalda la pesada bolsa y caes derrumbada en un banco. A pensar. Veamos:
Opción 1: Sal a la calle, coge otro taxi (dinero no previsto), vuelve a casa, explica la película, trata de despertarte a las cuatro de la mañana como muy tarde, nuevo taxi, éste nocturno… Descartada.
Opción 2: Quédate en la estación hasta las 04:40 (más o menos 12 horas), echándole narices como esa gente tumbada y acurrucada en los bancos con las mochilas de almohada. En una estación desierta, oscura, helada y con todo cerrado. Tú eras joven en los lejanos tiempos de la última copa en el bar de la estación, abierto toda la noche. Sí, en aquél bar a veces había follones, pero también había vigilancia. Y este monumento al minimalismo que es la estación nueva, de noche también lo es a la desolación.
Opción 3: Quédate, pero en el hotel. ¿No había por aquí un hotel? Te saldrá más caro que los tropecientos taxis, pero esta idea adquiere para ti atractivos tintes de aventura. Sola en un hotel desconocido, sin que nadie sepa dónde estás. Decir muy ufana en recepción «por favor, despiérteme a las cuatro de la mañana«. Sobre todo, sola y sin que nadie lo sepa. Te juramentas que no se lo contarás a nadie. Total, la difícil reunión comienza a la una del mediodía. Bueno, a las 13:00, eso es. Y a esa hora habrás llegado a Madrid de sobra.
Te cambias la bolsa de hombro, más animada, y te lanzas la búsqueda del hotel. Crees recordar dónde está. La estación de Zaragoza es estrecha y larga, larguísima, sobre todo para una aventurera a la que le duele la espalda al caminar, y cargada de una bolsa con cosas inútiles. Inútiles si vas a pernoctar en casa de tu hermana: ¿me dejas usar el gel? ¿tienes una camiseta vieja para dormir? Huy, la crema hidratante… No, zapatillas sí he traído… Y botas de agua, por si acaso, y paraguas, y el chubasquero forrado…¿Por qué pones esa cara?
En fin, el caso es que recorres de nuevo el interminable pasillo. Al llegar al gran letrero «Hotel X» te topas con una puerta cerrada, incluso con cadenas. Es de cristal, como casi todo en esta gélida estación, y se atisba una especie de vestíbulo oscuro e indudablemente abandonado.
No te lo puedes creer y decides no renunciar a tu plan número 3. Se acerca una señora de la limpieza con su carrito, y le preguntas qué ha pasado con el hotel. Ella sonríe como se sonríe a los que no se enteran de nada, y dice: «Es que han cerrado esta parte. La entrada está allá, al final de este corredor» señalando efectivamente al fondo de los varios kilómetros que acabas de atravesar.
No todo está perdido, pronto descansaremos (¡y deja de gritar!: a veces tratas mal a tu pobre espalda).
Ambas conseguís llegar al vestíbulo abierto del Hotel X, típico hotel de cuatro estrellas, y no es que últimamente tengas mucha experiencia: confiesa que una de las cosas que te ilusiona de la opción tres es el famoso mantra «sola en un buen hotel»
Superados los trámites de recepción, una amable señorita te entrega la tarjeta de la habitación diciendo: «los ascensores para su habitación están allí, al fondo«.
A estas alturas debes confesar que, aparte de tu querida espalda, también se quejan las cervicales y te mareas, eres sorda, ambidiestra y alguna cosa más que no hace al caso. Cuando te dicen «por allí» o «al fondo» nunca entiendes la situación. Ni siquiera si mencionan «izquierda» o «derecha«. Muy cómodo para la vida normal ¿no? Pero no quieres pedir más explicaciones. ¿No ha sido siempre un reto para ti tener que desenvolverte en un lugar desconocido? Miras a tu alrededor, buscas a alguien, un empleado, un botones (sí, sigues siendo vieja), que pueda acompañarte, al menos orientarte. Pero en estos malditos tiempos se cierran zonas de hoteles, o de cualquier cosa, y se prescinde de personal auxiliar. Hija, que nunca te enteras de nada.
Tras otra tanda de kilómetros, encuentras tu habitación. Ya no sabes si ha sido por tu culpa (los kilómetros) o porque la encantadora recepcionista a lo mejor no te ha indicado bien. Pero no es tu estilo echar culpas a otros, y te las cargas a la espalda con toda normalidad. Luego, los siquiatras hacen maravillas con la culpa y esas cosas.
Eso sí, aparece el pánico por si no sabes utilizar la tarjeta de entrada (solo lo hiciste una vez). Pero respirar hondo te suele ir bien, y por fin abrís la puerta tu espalda, la bolsa y tú.
La habitación, espaciosa y detallista. Ante la dura cama de matrimonio y las innumerables almohadas, tu espalda se extasía. Al frente, una pared de cristal cuyas cortinas abres de inmediato: los atardeceres y anocheceres en Zaragoza, ante un espacio abierto, son maravillosos. Te sientas en el sillón junto a la cristalera y disfrutas un buen rato.
Pero todos tus huesos, y las orejas, y la punta de la nariz, y los pies, se van convirtiendo en mármol. La habitación está congelada. No encuentras ningún adminículo que active la calefacción, y decides meterte en la cama. Deben ser las ocho de la tarde, pero tampoco tienes otra cosa mejor que hacer hasta las cuatro de la mañana. Al acostarte, justo ahí, a un ladito, está el control de la calefacción. Lo pones a 23 grados y decides dejarlo así toda la noche, ha sido un día muy duro. Escoges la almohada más adecuada para espaldas y cervicales. Y desapareces en la inmensidad del sueño.
Algún milagro te permite oír el teléfono de la mesilla (y saber descolgarlo): «Señora, son las cuatro«. ¡Bien! Intentas ducharte, pero el baño, estupendo, es también de hielo. No quieres buscar otro botoncito; tienes tiempo, pero no demasiado. Te lavas como los gatos, metes el camisón en la bolsa, y muy decidida sales de la habitación, sin olvidarte la tarjeta dentro (también te había pasado aquélla otra vez).
Ante ti, el eterno pasillo se desliza a derecha e izquierda. Silencio total, puertas cerradas, luces mortecinas, dada la hora. No recuerdas por qué dirección he llegado hasta aquí. Y decides que por la izquierda. Pero los ascensores no aparecen. Sobre unas puertas como de separación de zonas, carteles de «Zona A», «Zona B». No puedes evitar la sensación de que se abre con sigilo una de las calladas puertas y aparece ante ti alguna persona inquietante o siniestra. Y como nadie sabe que estás aquí…
A veces, apartar los pensamientos negativos se te da bastante bien. Sigues caminando. Lo de Zona B te recuerda que, en la tarjeta de tu habitación pone «240B». Ya está. Tienes que encontrar un cartel que diga: Ascensores zona B.
Y lo encuentras. Miras el móvil, quedan 15 minutos para la salida de tu autobús. Rezas a tus padres y a tu hermana. Pulsas el botón de bajada. La maldita puerta se abre al vestíbulo oscuro y cerrado que has entrevisto horas antes tras la puerta encadenada.
No puedes volver arriba otra vez. Miras a tu alrededor. Nada.
Y de nuevo ejercitas la facultad de pensar: o sea, que de la Zona B sólo han cerrado el vestíbulo, pero los pisos de las habitaciones siguen abiertos en todas las plantas. Resulta que hay que encontrar los ascensores de la Zona A. Si, hay que subir a la segunda planta otra vez. Tensión, pero ni tu espalda ni la bolsa dicen una palabra.
En la segunda planta emprendes la caminata contraria, hasta encontrar los «Ascensores Zona A» y pulsar planta 0.
En la recuperada recepción, tienen que cobrarte y añadir la bolsa de patatas fritas y la botella de agua que te han servido de cena. Preguntas a otro superamable joven por dónde se llega a la Estación de Autobuses. Con sonrisa tranquilizadora, te contesta: Salga por esta puerta y justo a la izquierda la tiene. Y a él sí que lo entiendes.
Llegas con el corazón palpitante a la dársena: tu autobús ha partido hace cinco minutos.
Luisa Horno.
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