Nunca sabemos cuándo es la última vez. El último abrazo, ese beso que, quizá por timidez o por prisa, eludimos dar. O porque es tan grande que no le llegas al rostro. Y tan adulto que te da cosa acunarle como cuando era niño. Y eso que le acuné con mimo durante su enfermedad. Recuerdo que después de comer se dormía bajo el susurro de unos ruidos apagados por la modorra de la siesta hospitalaria. Entornábamos las cortinas y quedaba la habitación en paz. Yo a su lado, con el ordenador pequeño que llevaba para velarle mientras escribía, le contemplaba a cada rato. De vez en cuando mi mano se posaba en la suya que yacía arriada sobre el cubrecama. Tenía unos pelillos horizontales en la muñeca que yo alisaba compulsivamente, sin que se diera cuenta porque su sueño velaba mis muestras de amor.
Infinito amor. Acuciada por su debilidad, por el dolor sufrido, por la incertidumbre de no saber cuándo ni cómo saldríamos de ésta. Cuando le flaqueaban las fuerzas –pocas, muy pocas veces, porque se hacía el fuerte para que no nos doliera tanto- le animaba mientras él asentía con mansedumbre. “Sí, mama, todo irá bien, solo quiero correr y volver a jugar con mis peques como antes. No pido más a la vida, trabajar y verlos crecer, yo creo que no es tanto”
Yo asentía con rabia. Rabia porque no veía la determinación drástica en sus palabras, porque atisbaba la duda. Y no. Mi dolor no soportaba la idea…
Me recuerdo parando el coche por la Avenida Reina Victoria y gritar. Gritar como una loca de puro dolor, de agobio malsano por la saturación del miedo. Cerrada a cal y canto, en un invierno frío y solitario, dentro de mi coche lanzando alaridos de loca. O bajando a la playa, de noche, cuando la oscuridad y las olas del temporal amparaban y cubrían mis gritos. El alarido de una desesperación solitaria y malsana.
Luego regresaba a tu vera para mirarte, empapar mis ojos con tus gestos y tu cuidado. Por si mi presencia servía de escudo y expulsaba a la muerte que te andaba rondando con ojos enamorados.
Pasamos muchas horas juntos. Más que en varios años anteriores, pudimos comunicarnos y tender tantos puentes que no quedó ni uno sin templar. A veces los silencios hablaban por nosotros ¡cómo me entendías! y ¡cómo te entendí! Supe que darías un giro absoluto a tu vida, porque cuando la muerte nos visita cambiamos y tú hiciste un curso acelerado de supervivencia. Tomaste conciencia de lo importante, de la esencialidad de la vida y hubieras vivido muy bien…de haber tenido tiempo.
La última vez que te vi no te abracé, ya estabas en casa, ibas recuperándote. No te besé, me despedí de ti con un hasta mañana, cuídate mucho hijo mío y llama si algo se pone feo.
Cuando conducía hacia mi casa pensé en volver porque algo se me había olvidado. No lo hice, pensé que lo recogería al día siguiente…Y no. No te imaginas cómo ha dolido esa no vuelta. Quizá de haberlo hecho atisbara lo que había de pasar… Ya me fustigué tanto que no me quedan fuerzas.
Al día siguiente el sonido del teléfono rasgó mi sueño y torné a tu casa para verte salir mientras una bomba sustituía a tu corazón parado. Salimos hacia el hospital tras de la ambulancia; jamás he vuelto a soportar el sonido estridente de la sirena. Me trastorna, me vuelve la remembranza de aquel camino desesperado.
Pasé luego un tiempo indeterminado abrazada a tu cuerpo, acariciando tu cara, tus ojos, tus cejas, tu boca. Acariciando el rostro amado para grabarlo a base de pasar las yemas de los dedos por tu piel, blanca, fría, yerta. Recuerdo que tomé un banquito que había en el box, me senté y mi cara quedó justo encima de tu hombro. Allí pasé tiempo. No sé cuánto porque me vinieron a buscar y me sacaron sin que yo me diera mucha cuenta.
Luego me tornaron a casa, recuerdo que me duché y mi pensamiento era ¿Cómo es posible que la vida siga? ¿Cómo puedo estar viva si él ya no está? Luego una nube de humo invadió mi cabeza. Vino gente a casa, amigas muy queridas que cuidaron de mí. Luego llegó tu hermano…
La nube siguió estando durante unos cuantos meses. Junto con el dolor. El dolor me agotaba, cansaba hasta dejarme exhausta. Suplicaba que dejara de doler, que se me cerrara esa herida a base de llorarte… Recuerdo que alguna vez huía de nuevo a la playa, a algún bosque, a gritar. Que escuchaba a Miguel Hernández por boca de Serrat, a Chopin, a Brahms y algo me calmaban. Arias de María Callas… Poco más. No pude leer ni escribir en unos cuantos días.
Luego sí. Y subsistí hasta ahora.
Han pasado siete años y hoy es la primera vez que puedo contar aquellos últimos días. Las heridas están cicatrizadas, el recuerdo es tan vivo que te veo cada poco. Te pregunto, respondes y noto que me ayudas. Ni cuando era cristiana tuve mucha fe pero ahora, aseguro, que la tengo. Fe en ti, claro. Creo que no andas muy lejos y os aseguro que vela y nos contempla con algo de ternura, paz y un poco de preocupación.
Yo sigo adelante. Intento estar a la altura y luchar por lo que creo. Por tus luchas también, hijo, que a buen seguro hoy compartirías conmigo porque aún con todo, me pasabas por la izquierda. Aún sonrío cuando recuerdo tu llamada el día que ganó Aznar. Tuve que tranquilizarte porque te echabas al monte.
Intento merecerte, sé que no es fácil porque eras demasiado. Y sigo pensando que fue lo mejor que hice en mi vida. Amarte y conocerte. Desde entonces, no lo dudes, todo, absolutamente todo lo que hago en mi vida va dedicado a guardar tu memoria.
Han pasado siete años y quería revivirlo.
María Toca©
A Luis.
Por siempre, para siempre
En la introducción de mi primer poemario escribía sobre el poder salvífico de la poesía y de la literatura,de como aunque la vida nos pueda arrebatar a personas,incluso nuestros sueños,al escribir les devolvemos a la vida,les recreamos,les damos forma de eternidad.
Un abrazo muy fuerte