—Yo no he estado nunca en Marruecos.
—Sí, cariño, sí has estado, naciste allí ¿recuerdas?
—Algunas veces sueño con luz.
La niña, sentada encima de su padre, jugueteaba con una muñeca despeinada y rubia. Esperábamos en la puerta de embarque con destino a Fez. Yo solo entendía parte de la conversación porque el padre (el que suponía que era su padre) hablaba en árabe (en árabe marroquí, imagino), pero la niña se empeñaba en llevar la conversación hacia el castellano, que el padre no parecía dominar. Aún faltaba media hora para que comenzara el embarque pero varios pasajeros se empezaban a arremolinar en torno al mostrador de facturación. Yo sí había estado ya en Marruecos, pero no en Fez, y entendía perfectamente lo que aquella niña soñaba, porque yo mismo lo había soñado muchas veces, desde que te perdí. Desde que dejé que te fueras.
—Algunas veces sueño con luz. Estoy en una cama pequeñita, quizá una cuna. La habitación está casi a oscuras, pero por una ventana entra la luz radiante de la mañana. Se oye el zureo de unas palomas y en su trajín, los rayos se hacen visibles por el polvo que levantan, por las plumas que revolotean al colarse por las rendijas de las contraventanas, que no cierran bien.
Yo estaba ya inventando, claro, eso no lo había dicho la niña, eso lo decía yo. La niña era muy pequeña. Solo en su cara podía ver que, lo que ella quería decir, pese a que no podía expresarlo, era parecido a aquello que yo inventaba.
—No es una luz como la de aquí, eso desde luego. Hay más contraste entre lo oscuro y lo claro, un contraste que resulta cegador. Como si el aire estuviera más limpio y tanto la oscuridad como la luz fueran más puras. El sonido también es diferente: como es más puro el aire, las palabras y los ruidos llegan a ti como si alguien te los estuviera recitando al oído.
Pero así es todo en Marruecos, pensaba yo. Más natural. Más ingenuo. Más auténtico (pero no me gustaba esa palabra, tan de folleto publicitario).
—¿Y de mamá? ¿Te acuerdas de mamá?
Eso le dijo el padre, pero lo decía en árabe, así que yo solo podía imaginar que eso era realmente lo que decía, como reinventaba (ampliaba, imaginaba) las respuestas de la niña.
—De mamá solo me acuerdo de su olor a pan…
Eso sí lo dijo la niña. Pero no esto:
—… de su calor. De cómo vertía leche en un vaso, al lado de mi cuna. Que había oído a las palomas en el tejado y había supuesto que yo ya estaba despierta, y había entrado sigilosamente en la habitación por si acaso no lo estaba. Me daba un beso cálido en la frente y con sus manos me acariciaba el cuello, con suavidad. Olía a naranjas también, y a café. A menta. De cómo se acercaba a la ventana y la abría de golpe y la luz entraba (se desbordaba) en la habitación. Yo remoloneaba un poco en la cama, guiñando los ojos, y ella se acercaba a la ventana, con sábanas limpias en la mano, para tenderlas al sol. Así que, además del olor a leche (en Marruecos, la leche huele), me despertaba un aire de lejía y detergente.
—¿Sueñas mucho con luz? ¿Y con mamá?
—Algunas veces, no siempre. Cuando quiero, cuando tengo miedo, cuando tengo alguna pesadilla. No sé cómo explicarlo…
Evidentemente, la niña sí sabía cómo explicarlo. Yo solo lo intento:
—… es como si mis sueños fueran un arma, como si fueran voluntarios. Cuando tengo miedo, cuando me han dicho algo por la calle los niños, cuando echo de menos a mamá (de cuya cara ya no me acuerdo), cierro los ojos y sueño con la luz, con el zureo, con la lejía.
Continuará mañana…
Texto original de José Luis Serrano.
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