Hay amigos que privadamente me preguntan mi opinión sobre la política española de los últimos días, tan convulsa y a la vez tan previsible.
Esa expresión, “Los últimos días”, suena a rutinaria y a apocalíptica. Me explico. O, al menos, trataré de no enredar o agravar el estado de cosas.
El sintagma “Los últimos días” puede aludir sin más a las jornadas inmediatamente anteriores, a ese tiempo del que ya sabemos su proceso, el tiempo pasado. Ése sería un primer significado.
Pero “Los últimos días” puede referirse también al final de los tiempos, con ese sentido escatológico que nos acerca efectivamente a la muerte, al cese.
En España, casi todo lo que tiene que ver con la actividad política entraña un sentido rutinario, previsible, reiterativo.
Ya sabemos cómo andan las cosas y los problemas, y ya sabemos cómo muchos de esos asuntos quedan sin resolverse.
Vuelva usted mañana. Ese tópico expresivo que debemos a Mariano José de Larra se renueva generación tras generación siempre que en España tenemos la impresión de que la estulticia y la holgazanería nos agostan, nos frenan.
Sin duda, algo de esto es real, pero no es menos cierto que no todo es rutina administrativa o pereza gestora en la vida política de España.
Por ejemplo, excelente ejemplo, la ley que regula la eutanasia, es un adelanto del que enorgullecernos.
No voy a dar razones de por qué pienso así. Nada de lo que yo pueda decir mejora lo que tantas personas han defendido con coraje desde hace años: el derecho a una muerte digna. Y con una militancia admirable.
Pero en nuestro país, casi todo lo que tiene que ver con la política supone también un sentido agónico, de mucho tremendismo. De furia redentora o de proselitismo atroz.
La Guerra Civil se cierne aún sobre nosotros y su recuerdo inevitable, las huellas de la contienda, las numerosas muertes, la crueldad y el hostigamiento… infectan el vocabulario y las actitudes de muchos.
Por eso, cuando veo y leo la portada que ‘Abc’ dedica a este asunto —la ley que regula la eutanasia— siento tristeza.
Pero inmediatamente me repongo: siento repeluzno, asco y hastío. Las razones son obvias.
Por mayoría parlamentaria se aprueba esta ley que es ciertamente garantista. A nadie se le exige comulgar con las mismas ideas: ni a los enfermos ni a los médicos. No hay un pensamiento único como toscamente algunos sostienen.
En España gozamos de una libertad de expresión de primera, una libertad de expresión que algunos aprovechan para oponerse. A ello tienen derecho, por supuesto.
Lo que no sé es si harían lo mismo esos oponentes en el caso de obtener las mayorías.
La parte más extrema de los parlamentarios ultras aprovecharían la oportunidad para amordazarnos.
Aprovecharían la ocasión no sólo para derogar la ley, sino para marcarnos con un pin parental: el de Dios padre.
Y la ‘derechita blanda’ se dejaría arrastrar con nula resistencia.
Justo Serna
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