Movía el aire a su paso, mientras la cola de caballo que coronaba su cabeza hacía olas al compás. Rubia, con el pelo sedoso de buenos cuidados, los ojos de un azul topacio, chisporroteaban risueños. En la boca, una sonrisa abierta que invitaba al acercamiento, a hablar. Entró, me abrazó, a modo de saludo, dejándome un poco perpleja ante su exuberancia. Dijo: “hay que abrazarse, María, que las mujeres nos abrazamos…”. Me dejé apresar por sus brazos cálidos, sin mayor recato. Olía a perfume de flores y cítricos. Me enseñó el pecho floreado, a golpe de tatuaje que escondía los mordiscos del miedo. A poco que una se fijara, veía debajo de las alas del pájaro tatuado, un cordón que surcaba la piel, encogiéndola, amalgamándola. La risa me sorprendió: “Qué tal lo ves, las tengo de jovencita, a que sí?” Afirmé, admirándome de su risa, del esfuerzo que habría tenido que hacer para curar su espanto de noches en vela, temiendo lo peor. Mientras la miraba, pensaba en cuantas lágrimas habría tragado hasta poder reír de su prótesis mamaria, de ese tatuaje que intentaba ocultar el camino seguido por el escalpelo para sacar al enemigo de dentro. Luego, mientras la trataba, hablamos mucho como hablan las mujeres a poco que se miren. De nuestras cosas, de los hijos, de las enfermedades, de la vida. Llegó un quiebro poco esperado:
-Me voy a divorciar, sabes. Ya lo tengo pensado. No le aguanto. No le quiero. Cuando me diagnosticaron, tuve que tragarme el miedo y socorrerle a él. Al darme la noticia, se desmayó en la consulta, ¿puedes creértelo? Se despatarró delante del médico. No volvió jamás a acompañarme. Ni a consultas, ni a la quimio. Nada. Jamás pude contarle el miedo, ni el ansia que pasaba. Había que callar, como si no fuera con él la cosa, como algo ajeno. En la sala de quimio donde estamos las de mama, no había hombres, solo mujeres solas. Al lado estaba la sala de los de la próstata. Llena de mujeres, de compañeras acompañándolos. Ellos sí tenían compañía. Nosotras estábamos solas. Esa es la diferencia, por eso me cansé. Es simbólico, sabes-
Yo seguía con mi trabajo dejándola hablar. Se le notaba con ganas de expurgar todo lo que llevaba adentro.
-Él no me toca, aunque me hayan reconstruido la mama, aunque disimule la cicatriz con este pájaro tatuado. Da igual. Antes tampoco me tocaba, no te creas. Calza el hastío desde hace mucho, tan solo se deja querer y cuidar, eso sí, porque hay que darle todo hecho. Jamás regala un beso, ni una mirada alegre. Ni a los niños, que los mira con el rigor de un enemigo. Le hago la maleta, marcha a sus viajes eternos de los que vuelve cansado, nos cambia la rutina de la casa y vuelve a irse. Los niños le miran como a un extraño. Por eso le dejo, estoy cansada, agotada de frialdad, de no ser vista, de no ser oída. Ya no le aguanto. No puedo con su egoísmo, con su debilidad cubierta por los músculos que cuida con empeño-
Mientras contaba la mirada se la perdía por la sala en donde nos encontrábamos, buscando la nada o los recuerdos amargos para dejarlos salir.
-Lo dejé todo por él, sabes. Yo era abogada de éxito. Al casarnos, dijo que él trabajaba para los dos. Yo a casa, él de viaje. Gana mucho dinero pero ya no lo necesito. Necesito miradas, un abrazo, una conversación. Le dejo. Me agoté. Le desprecio por su debilidad, por su infame incapacidad de sentir. Sabes una cosa, ha sido gracias al cáncer que me he dado cuenta de lo mierda que es. Gracias a esto que casi me mata voy a desprenderme de lo que me hubiera matado de no haberme percatado a tiempo-
Volvió a reír. Lo que yo respondí no viene a cuento. Cuando marchó la abracé yo. Porque sí, porque las mujeres nos abrazamos mucho.
María Toca
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