Nada hay tan cómico como la infelicidad, dice el autor, quizá por eso la picaresca, nuestra picaresca, es tan loada. Divierte mucho ver el sufrimiento, o la infelicidad -seamos correctas- en clave de humor. Es como desnudar la triste crueldad humana revistiéndola de un ropaje menor que cubre las vergüenzas sociales tapando las heridas infectadas y pústulas infectadas de un sistema criminal. El que tenemos.
Por eso existe la literatura picaresca, Rafael Azcona, Gila, Forges, Berlanga que hizo monumentos de arte con los vencidos, con los hambrientos, las pobres almas que vagan perdidas por mundos difusos que no entienden pero que padecen. Capaz, por ejemplo, de conseguir que amasemos a un verdugo. Todos los citados y más que me dejo, cometieron el arte de convertir el dolor en sarcasmo, la precariedad en tramoya cruzada de ridículo vital que nos divertía. Puro arte nacional, podríamos decir.
Barrio Venecia, triste ironía que nombra un barrio de barracones de una ciudad del norte donde llueve mucho, pongamos que hablo de Santander, al que los caprichos de un Cantábrico que se enfurece cada poco, inunda y destartala. Así se nombra el sitio donde Alberto Santamaría vino a bien nacer con esa mueca de sarcasmo que induce a nombrar Venecia a un barrio desamparado y destartalado. Cuando Alberto nació ya no quedaban barracas, o quedaban pocas, se había construido al calor del desarrollismo una fábrica de productos químicos que soltaba aires pestilentes de continuo, que los vecinos ya ni notaban. A la fábrica le salieron tentáculos en forma de viviendas en donde sus trabajadores vivían -esa forma paternal de tener cerca al obrero para que no se desmande- Una de esas casas era la que habitaban los padres de Alberto cuando él vino al mundo. Se crio con la peste pegada a la piel, entre barro y lodo contemplando un paisaje distópico en donde la diversión de la chavalería era romper vidrios, fumar y hacer expediciones al Pryca cercano para incautar al capitalismo cosas inservibles. Y libros. Porque a Santamaría le asaltó un día a los ojos un libro, “Hijos de la ira” que no entendió pero le abrió la puerta de la libertad, tan ansiada, por la que poder escapar del un barrio que despreciaba. Es duro vivir ente aire pestilente enfangando la ropa del domingo entre las marismas que se formaban cada poco, pero la batalla por sobrevivir también puede ser poesía. Construir poesía, como los hambrientos lazarillos construyeron la novela picaresca y Azcona lo suyo.
Quizá es que esas realidades solo las pueden contar bien los poetas. Y los filósofos. A ese barrio -a cualquier barrio obrero- solo le puede contar con talento inverso y reverso, Alberto Santamaría.
Alberto Santamaría describe que el ruido del triste sofá cama donde duerme junto a su hermano, como una melodía boscosa de muelles oxidados, que abre todas las noches la madre porque la casa es tan pequeña que solo tiene dos habitaciones y los hermanos duermen en el salón. Ven, lo que les dije. Solo un poeta puede describir la desesperanza, la triturada conciencia social inexistente con una voz comprensible y hermosa. Solo un poeta. Solo Alberto.
Porque poesía es lanzar piedras, dice Santamaría. A fe que él las sabe lanzar y las hace llegar muy lejos aunque surjan de los hierros torturados de un navegar umbroso por uno de los desguaces que visita con su padre. Desguace del barrio Venecia.
Solo un poeta, un poeta marxista o anarquista o ambas cosas, puede amalgamar la poesía de lo diverso y puede definir con toda precisión, mejor que mil discursos, como una camiseta ridículamente amarilla con un dibujo de un sombrero mexicano define al neoliberalismo. Santamaría con esa camiseta nos define el sistema…y eso solo lo consigue un poeta. Y un filósofo.
Se me ocurre, atravesando las páginas de Barrio Venecia, deslumbrada por ese discurrir de la vida de forma fluida, que deberíamos dejar a los poetas contarnos y hacernos la historia. Sería una contundente solución al mundo pleno de orates tan cuerdos con poder, en donde vivimos. Porque solo los poetas. Y los filósofos, saben llegar al fondo de las cosas y extraer su contenido para contarlo y sacar conclusiones…o al menos labrar preguntas que nos hacen pensar y crecer.
Al acabar este libro, recibimos el puñetazo justo donde comienza el estómago, eso que llaman boca del estómago, y que si tuviera dientes hubieran saltado al unísono al llegar al final de este milagro llamado libro. Porque Santamaría nos da un puñetazo con eco. Con sonido de vísceras rotas…nos ha ido asaltando golpe a golpe hasta el K.O final.
Busquen este libro. Lean y sigan a Alberto Santamaría si quieren que sea un poeta quien les cuente su historia. La puñetera historia de los perdedores.
María Toca Cañedo©
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