Como un Rolex de oro

Hace más de veinte años de la última vez que nos vimos y he pensado a menudo en ella. Llevo varios días soñando que vuelve de entre los muertos tal y como era entonces, enfadada, igual que si la despertaran para atender una guardia. Me pregunto por qué.
Siempre creí que su vida daba para escribir un libro y a veces se lo decía. Solía ocurrir que en los trayectos en coche me contaba anécdotas, historias, de esa forma hechicera que solo poseen algunas personas y que convierten a todos los demás en su público entregado.
En una ocasión me contó que ella y su amiga Coleta, que era tan bella como una Romy Schneider adolescente, se enamoraron del mismo chico, un prometedor estudiante de COU llamado Eduardo. Eduardo se cayó un día de la bici y se hirió en la cara con el manillar. Lo vieron llegar con la cara abierta en canal y ambas corrieron al lugar del siniestro. Encontraron una piedra manchada de sangre y discutieron como dos locas para ver quién se quedaba aquella reliquia. Ganó ella.
Llegó a salir con Eduardo, pero tiempo después él se casó con otra persona. Sin embargo, en cada cumpleaños, seguía mandándole treinta y tres rosas rojas. Así mil años.
Gracias a ella descubrí que las mejores trufas de la ciudad eran las de Soconusco.
Y muchas más cosas.
El pastel ruso de Ascaso.
Los polvos terracota de Guerlain.
A Roberta Flack y el «Más que un sentimiento» de Boston.
Las medias Wolford.
Los libros de Anagrama, en aquella biblioteca que era una orgía. «Bella del Señor», que era una de sus novelas favoritas.
La sinfonía número 5 de Mahler.
Las miniatura de perfumes.
Que puedes hacerte un moño con un boli bic.
Las badinas de agua helada.
Las tortitas con sirope del VIPS.

Nunca olvidaré esa mañana de domingo en que me regaló un precioso bolso de Loewe, ni su risa de fumadora, ni los ojos verdes más bellos que he visto nunca. Lloraba amargamente, preguntándose por qué él no la quería. A ella, que operaba tumores del tamaño de un brócoli tarareando una pieza de música clásica, que era capaz de reconstruir caras de gente en unas cuantas horas.
Pero no todo era perfecto. Tenía un genio endiablado, volcánico, esa forma suya de enloquecer en un momento con una furia peligrosa que te helaba la sangre. Era dulce e imprevisible, esbelta, cruel sin quererlo.
Una noche, para olvidar la enésima ruptura se tomó un valium, se subió a un avión y se plantó en Nueva York, para poner tierra de por medio. Le pidió a un taxista que la llevara al Bronx, aunque se hospedaba en el Waldorf Astoria.
Me trajo un Trolex de ese viaje y tuvo que pagar unas tasas de aduana estratosféricas porque se compró varios abrigos de pieles. Tenía más de cien pares de zapatos.
Compraba seis packs de Tab cada vez que iba al Corte Inglés y pocas veces la vi comer. Fumaba mucho, era una doctora extraordinaria a la que adoraban todos sus pacientes, el perro de su vecino, los porteros, sus profesores de la universidad. La miraban por la calle porque era un espectáculo feroz. Rubia, con sus pantalones de terciopelo de colores, las americanas con hombreras, los bolsos que costaban más que algunos coches. Se compró un Mercedes color plata que parecía una polvera. Nos fuimos juntas a San Sebastián una tarde de viernes y volvimos al anochecer. Hablando todo el tiempo, cantando a grito pelado «Señora, de Rocío Jurado, escuchando sus historias.
Ua vez me compró unos pendientes de coral. Me regaló el jersey de angora rojo más precioso que he tenido nunca solo porque le dije que me encantaba. Siempre me trató de usted y yo a ella.
Era superficial, independiente, seductora. Usaba zapatillas de tacón para estar por casa, unas chinelas un poco de pilingui con peluche rosado y punta estrecha. Al final se casó con ese hombre terrible y el día de la boda llevaba un diseño de Valentino. Pero no le gustó cómo le arreglaron la melena en la peluquería y al llegar a casa, media hora antes de salir a la iglesia, se lavó la cabeza y se peinó ella misma. Nunca estuvo más hermosa. Alquiló un pisazo en Sagasta, uno con cancela, escalinata y palmeras en la puerta. «Es lo suficientemente grande para tirarte un pedo en una habitación sin que el otro se entere». Parecía feliz, pero seis meses después, abandonó a su marido. Todos la aplaudimos.
Recuerdo que se paseaba desnuda por casa y yo la envidiaba por lo mucho que le gustaba su cuerpo.
Se murió, ella que no le tenía miedo a nada, que quitaba los zapatos de tacón de aguja de Lanvin para conducir y que silbaba al entrar por la puerta para que supiéramos que acababa de llegar. Ella, que era como su Rolex de oro y diamantes, un exceso maravilloso.

Patricia Esteban Erlés.

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