Pienso a veces en ellos. Los llamo los desaparecidos. Todos tenemos algunos en la lista. Son los que un día estaban y a la mañana siguiente ya no. No son conocidos de vista, que alguien parece haber contratado para que hagan de extras en un día cualquiera de tu vida. No son meros figurantes, extraños que beben un café a tu lado o dormitan de pie en el tranvía. No, los desaparecidos no son simples desconocidos. Los recuerdas a veces. Una señora mayor que venía al taller e inventaba maravillosos cuentos de desvanes y muñecas. Era divertida y triste a la vez, se sentaba entre todos los que formábamos el grupo, leía y soltaba una risotada de cuando en cuando. No dijo que no volvería, no avisó de que pensaba abandonar el curso. Un día no acudió a la cita y se convirtió en desaparecida.
Aquel chico con el que coincidía a veces en la cafetería de la escuela de idiomas. Tomábamos café antes de entrar en clase, tocaba un instrumento que ya no recuerdo, quizás una viola, pero hoy su viola es un fantasma del que él solía hablarme en esos tiempos muertos. Quizás cambió de grupo, quizás la viola le pidió que no la abandonara aquellas dos veces por semana, que no la cambiara nunca por el alemán. Las violas son mantis posesivas, mujeres de madera noble y alma oscura, como todo el mundo sabe.
Quién puede explicar qué pasa con ellos. Tú, probablemente, también eres una desaparecida para alguien. Y ni siquiera intuyes que de vez en cuando otros se están preguntando dónde estás, quién te retiene, por qué te fuiste tan lejos.
Patricia Esteban Erlés.
Foto de María Svarbova
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