Empiezo a sentir cierta vergüenza e incomodidad (ajena y propia) por estar en las redes sociales y fuera de ellas, al lado de mujeres que han decidido contar sus propias experiencias a lo largo de sus vidas, narrando en primera persona casos de acosos o agresiones sexuales que han sufrido ellas mismas a lo largo de sus vidas.
Sin embargo, no veo en la misma proporción, hombres (ni pocos ni muchos, más bien ninguno) sumándose a esa iniciativa (o iniciando una nueva) narrando casos en los que cada uno de nosotros hayamos sido testigos, partícipes o protagonistas de todos esos hechos o comportamientos (en mayor o menor gravedad) que nos interpelan como hombres y de qué manera.
Hasthags como los que se pueden encontrar del tipo #DóndeEstáisCobardes, me hacen replantearme muchas, muchas cosas… Como no podía ser de otra manera, por otra parte. Y es bueno y necesario que eso ocurra (por fin). Porque es de justicia, y porque no se va a avanzar hacia una pretendida igualdad, mientras (los hombres) no reflexionemos, no pidamos perdón, y no pongamos todas nuestras energías en empezar a entender y a hacer las cosas de otra manera. Muy diferente a como las estábamos haciendo anteriormente.
Y cuanto antes lo hagamos mejor. No nos queda suficiente vida por delante como para arreglar el desaguisado que ahora mismo tenemos a escasos centímetros de nuestras narices.
Desde las últimas manifestaciones cercanas al 8M y otras anteriores, siento que esto de mirar hacia otro lado y hacer cómo que esto no va conmigo ni con «nosotros», ya no tiene cabida en este mundo, o en esta (nueva) sociedad en construcción, en donde el feminismo va a cambiar no solo los límites, sino los parámetros en los que entre otras cosas, se van a desarrollar las relaciones (sexuales y no sexuales) entre mujeres y hombres.
Y esto sin duda, va a trascender los deseos y los consentimientos de “unos” y “otras”, que hasta ahora se habían venido convirtiendo en las (tendenciosas y privilegiadas) “reglas del juego”, que no hace falta decir, favorables a qué género en cuestión estaban.
El primer recuerdo “temprano” que me viene a la cabeza durante estos días, me traslada a cuando yo tenía 12 años, si es que mi memoria más o menos acierta en ubicar el año correctamente.
De cualquiera de las maneras no creo que vaya muy desafinado, porque estaba recién llegado a Madrid, a una nueva ciudad, a un nuevo círculo de amistades y como no, a un nuevo colegio, en esta ocasión, “mixto” (el anterior, a pesar de ser laico, no lo era).
Recuerdo, curiosamente cada vez mejor (porque la memoria que en tiempos seleccionaba y ocultaba según qué recuerdos, ahora es más puñetera y no me da tregua), a ese niño compañero de clase que, por diversión, tocaba el culo a las niñas de preescolar en los recreos, y se mofaba entre sonrisas y miradas cómplices, de que esas pobres criaturas de tan corta edad no hicieran nada por detenerle.
Recuerdo que esa niña, al levantarle la falda mi “querido” amigo (vestíamos uniforme por aquella época -era un colegio de monjas-), todavía llevaba pañal (o eso es lo que mi memoria trata de acentuar). Así que, podéis “calcular” o podéis haceros una idea, de la edad que tendría esa niña.
Recuerdo también como esa niña, en su todavía corta estatura no dejaba de mirar hacia arriba. Pero no recuerdo que mirara al sujeto que era el que perpetraba semejante intromisión en su cuerpo, sino que me miraba a mí, preguntándose quizás, por qué yo no hacía nada al respecto para parar a este chico.
Siento ahora mismo la profundidad y el sentir de su triste y resignada mirada, y simplemente, se me hace un nudo en el estómago.
Recuerdo también por aquella época, que mi primera revista pornográfica, en blanco y negro, sucia, mojada por la lluvia y casi, hecha trizas, me la encontré entre unos matorrales cerca de casa, y la cogí y la guardé escondida en algún sitio de la calle, como si de un “tesoro” se tratara, que no quise compartir con nadie.
De aquellos tiempos, y en vista de que todavía no era posible “legalmente” convertirme en uno de esos posibles compradores a hurtadillas de esas revistas que en aquella época se escondían entre las estanterías de los kioskos de prensa, me daba por buscar, entre mis paseos solitarios por descampados y similares, lugares donde poder encontrar “trozos” de revista, porque lo de encontrarse revistas pornográficas enteras en condiciones de conservación “óptimas” era francamente difícil. A veces tenía la suerte de encontrarme por ahí perdido un número atrasado de Interviú, con algunos trozos en color donde podía encontrar o aventurarme, en adivinar el cuerpo desnudo de una mujer en partes de una revista que en algún momento se vendería entera.
Ése era uno de los “grandes” (y tristes) alicientes de mi vida en aquella época.
Ante la poca probabilidad de éxito en mis búsquedas, me daba por acercarme a una pasarela peatonal que cruzaba cerca de mi casa, de poco tránsito, en donde aprovechaba cada vez que pasaba una chica de mi edad o similares, para “hacer” que estaba meando cerca de por donde tenía que pasar ella. Supongo, que esa ridícula sensación de exhibicionista de tres al cuarto, me haría sentirme poderoso, provocando como poco, la incomodidad en aquellas chicas que pasaban por delante de mí y mi correspondiente subidón de adrenalina por atreverme a hacer semejante “fechoría”.
No recuerdo que ninguna de ellas me increpara ni me dijera nada. Solo recuerdo como bajaban la cabeza, miraban hacia el suelo, y trataban de caminar más rápido de lo que venían haciendo, para que ese desagradable incidente se quedara simplemente, en eso, en un desagradable incidente.
Por aquél entonces, con 12 años, todavía no había consumido ni un solo minuto de porno, con lo cual, ahora mismo, no puedo “echarle” la culpa de mis taras masculinas con respecto a la sexualidad y a las mujeres, y a mi extraña relación o (des)unión entre ambas.
Recuerdo también una excursión escolar, en el mismo curso, en el autocar, donde junto a uno de mis otros inseparables amigos de aquella época, que estaba sentado a mi lado, conversábamos con dos compañeras de clase sentadas en el asiento de delante (incorporadas y de rodillas mirando hacia atrás para seguir con nuestra conversación).
Recuerdo como, sin venir a cuento, a la chica que me gustaba en un momento dado, le agarré de la mano y me la llevé a la entrepierna, porque quería, necesitaba y demandaba en ese momento, la urgencia de que me tocara, quisiera ella o no. Todavía recuerdo la bofetada y las gafas que por aquel entonces llevaba, volando al otro lado del pasillo del autocar. Supongo que, en aquella ocasión, el #NoEsNo, me quedó por suerte, meridianamente claro.
Recuerdo también las risas del momento, de unos y otras, como si eso, simplemente, fuera cosa de “chicos” sin la menor importancia para las edades en las que estábamos transitando.
De mi poco glamurosa etapa incipiente en las discotecas de turno, en donde tan poco éxito de conquistas (comparado con los inevitables compañeros amigos de “cacería”) alcanzaba a conseguir, recuerdo conformarme con ir a los sitios donde más gente había, donde por supuesto, era difícil distinguir de quién era la mano que con total impunidad tocaba los cuerpos de las mujeres que a su lado trataban de pasar de un lado a otro de la discoteca…
Y esto, queridos hombres, es solo el principio, del común denominador de nuestras vidas.
Víctor Sánchez
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