Nunca había oído hablar de él, de Felix Kersten, el médico de Himmler, el terrible. Era finlandés y tenía los ojos azul celeste. Había aprendido técnicas de los lamas y decían que sus manos eran mágicas, capaces de calmar con un masaje cualquier dolor insoportable.
Himmler, la mano derecha de Hitler, quizás porque la conciencia acaba por comerse vivas partes del cuerpo que nada tienen que ver con el alma, sufría de unos espantosos calambres estomacales crónicos. Alguien fue a buscar a Kersten, cuyo prestigio como sanador había crecico en muy pocos años de profesión. «Debe usted atender al comandante», le ordenaron. El hijo de Kersten relata que fue su madre quien lo llevó en coche al edificio donde se ubicaba el despacho de Himmler y que desde la calle miró cómo cruzaba la puerta, casi convencida de que no volvería a verlo, porque eso era lo que solía pasar con muchos ciudadanos requeridos en aquella cueva del terror, perfectamente camuflada bajo la apariencia de un tótem burocrático.
Pero Kersten habló con Himmler. Le planteó sus condiciones en lugar de amedrentarse ante el hombre demacrado y de fama terrible que lo recibió cortés, pero con un rictus de dolor que le costaba disimular en el rostro: aceptaba a hacerle una revisión pero nunca formaría parte de una organización política, por más que lo atendiera en calidad de médico. En segundo lugar, debía seguir desde ese momento un tratamiento de catorce días, después del cual evaluarían su continuidad.
Aquella tarde le dio el primer masaje terapéutico. Tuvo al parecer, igual que los cuentos de Scherezade, un poder balsámico porque le devolvió a Himmler una calma perdida hacía tiempo o quizás desconocida, dado que desde niño su salud había sido muy quebradiza. Creó en él una adicción, la de volver a sentir aquellas manos mágicas, sabias y serenas, leyendo sus males, mandándolos lejos casi instantáneamente. Himmler aceptó el tratamiento de dos semanas y después ya no supo negarle a Kersten casi nada de lo que le pidió. El doctor había amasado una gran fortuna porque atendía a la alta sociedad berlinesa. Empezó a recibir noticias de que algunos conocidos suyos iban a parar a campos de concentración por orden de los nazis y una tarde se atrevió a pedirle a su temible paciente que no le pagara con dinero: quería salvar una vida, la de uno de los condenados a morir en uno de los infiernos exterminadores que Himmler había programado como elemento central de su política de limpieza.
Himmler aceptó y al hacerlo abrió una puerta que ya no se cerró. Kersten recibía como honorarios una vida tras cada sesión, sus masajes equivalían a recobrar a un ser humano del horror, siempre y cuando no fueran judíos. Alí se mostraba Himmler implacable y por más que Kersten intentó salvar a uno de sus pacientes, tras descubrir que no había acudido a su cita médica porque había sido deportado con toda su familia, no lo logró. Pero innumerables homosexuales, gitanos, comunistas, sí salieron con vida de las masacres gracias a que el doctor se tomó muy en serio que su labor era salvar vidas, luchar con sus manos contra la muerte, traer de vuelta a quienes estaban sentenciados a convertirse en humo oscuro de horno crematorio.
Poco a poco se fue volviendo más audaz. Cuando el final de la guerra se acercaba y el propio Himmler sabía que los días del terror implantado por él se acababan, Kersten y otro colaborador lograron convencerlo de desviar un tren lleno de prisioneros judíos. «Si usted se ocupa del traslado, de acuerdo«, aceptó Himmler, y luego añadió «lleve a cuantos pueda, qué importan ya mil más o menos».
Y así el doctor del diablo, que había ido escribiendo durante catorce años un diario donde anotaba las conversaciones que mantenía con Himmler puso a salvo a todos los judíos que pudo. Su hijo lamenta el trato que le dio Suecia, país con el que colaboró activamente para buscarles un nuevo destino a esos prisioneros liberados y al que se trasladó con su familia al finalizar la guerra, al acusarlo de que había sido un colaboracionista nazi, quizás para desviar la atención del papel desempeñado por el propio gobierno sueco ante los excesos de Hitler y los suyos. Kersten murió años después en un tren, durante el viaje que le llevaba a Francia, donde iban a otorgarle una condecoración por su misión humanitaria.
En estos tiempos en que entendemos de nuevo que los sanitarios son atletas morales, formidables seres humanos que entienden que la vida de un ser humano es el trofeo que debe arrancarse de los dedos huesudos de la muerte, me ha encantado conocer la olimpiada silenciosa, prolongada, sobrecogedora, que disputó en solitario el médico finlandés de ojos celestes con el Mal, así, con mayúsculas, como único adversario.
Patricia Estebán Erlés
Un trabajo grandioso