Anaqueles infinitos de libros. Metros y más metros de libros recubren las paredes de la Gran Biblioteca Universal.
En las estanterías, trasnochan cientos y cientos de novelas, fábulas, cuentos, dramas, epopeyas y memorias.
En las baldas, reposan miles y miles de tragedias, diccionarios, atlas, y poesías.
En las repisas, cientos y miles de ensayos, discursos, crónicas, fábulas y sonetos están medio dormidos.
Incunables, pergaminos enrollados, papiros milenarios, manuscritos ilustrados medievales, libros en octavo mayor, encuadernados en tela, vademécum y códices tapizan con arte las paredes de la Gran Biblioteca Universal sumida en un exquisito silencio culto y docto.
Aún es de noche. Noche sin luna y sin estrellas. Sosiego y quietud envuelven el sueño profundo de las obras literarias que, pronto,
solicitarán investigadores y escritores eruditos. Entonces se reanudará el vals de tres tiempos de lo que llaman préstamos en las ciento y una salas de lectura.
Pero esta noche no es una noche cualquiera. Por el estante central de madera de caoba africana, todas las palabras de Las cántigas de Santa María, al grito de “uno pro omnibus y omnes pro uno”, salen sigilosamente de su morada. Visitan a sus amistades más cercanas. Después de dirigirlas unas palabras de afecto y respeto, las alientan a zafarse para ojear lo que pasa afuera. Poco a poco, van contagiándose las ansias de libertad al conjunto de los inquilinos de la Gran Biblioteca Universal.
El amanecer estupefacto presencia entonces la estampida de las palabras que desertan, por un día, de sus libros. Se airean entre nimbos, cirros y cúmulos. Letras y fonemas, de la mano, pasean felices por doquier. De la A a la Z, bailan, por fin, libres, sin amo, sin atadura sintáctica alguna. Idean, al unísono, una nueva lengua. Imaginan a su manera una gramática sui generis. Los artículos huyen de sus inseparables nombres. Prefieren, con creces, la graciosa compañía de las preposiciones a, ante, bajo, cabe, con, contra, entre, hacia, para, por. Las conjunciones adversativas y disyuntivas se amistan solo con los adverbios de modo. Riñen a grito pelado los determinantes posesivos con los puntos de admiración que, a su vez, intiman de lo lindo con tiempos y modos del verbo querer. Los nombres comunes sacan la lengua a los adjetivos superlativos tan imbuidos de sí mismos. Impera el GCL, más conocido como Gran Caos Lingüístico. Ya no imponen su ley conceptos, ideas, credos o doctrinas. Llevan la batuta sonoridades graves y agudas, juegos musicales, cadencias, ritmos tangueros.
Las palabras reorganizan, reordenan, reajustan, a su gusto y según el capricho de cada cual, todos los contenidos de los libros. Van y vienen a su guisa. De acuerdo con la buena química existente entre ellas, se realojan, a imagen y semejanza de los cangrejos ermitaños, allí donde más les place.
A primera hora de la mañana, la Gran Biblioteca Universal abre sus puertas como todos los días, de lunes a sábado, a las nueve horas en punto. En seguida se van formando largas colas ante las mesas de los celadores para pedir prestados los libros. A las nueve cero nueve, hay estupor general entre lectores e investigadores. Desconcertados, todos se quedan sin palabras ante páginas carentes de sentido alguno o simplemente ante páginas en blanco.
Allá, muy allá, al fondo del hall, en la esquina a la derecha, debajo de las iniciales GBC doradas con panes de oro, justo al lado del reloj de pared Westminster que toca cada cuarto de hora, el calendario mural señala la fecha de la estampida de las palabras.
Lunes 28 de diciembre.
Texto: Dominique Gaviard.
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