El ganso guardaba la granja mejor que el perro. Tenía un graznido potente, intenso, molesto y siempre oportuno. Mientras el ganso estuviera vigilante y graznando, la zorra no podía comerse a las gallinas, ni a ellas ni a sus huevos, ni a las crías de los conejos ni a los polluelos despistados que pululaban por la granja buscando lombricillas, cochinitas y otros insectos que llevarse al pico. La zorra no pasaba hambre porque se alimentaba bien en otras granjas, estaba gorda y rolliza, pero era lambucia y glotona y quería más. Lo quería todo.
La zorra habló entonces con el perro. Había que neutralizar al ganso comoquiera que fuese. Al perro, que de vez en cuando se comía algún polluelo y culpaba a la zorra, le interesaba el trato. El perro habló con los conejos y los convenció de que el ganso, por las noches, les robaba pienso del comedero. Maldito ganso, tan lambucio y glotón. Los conejos, indignados, hablaron con las ovejas, que rápidamente se solidarizaron con ellos. Entretanto el perro urdía nuevas maniobras contra el ganso, iba a todas horas por la granja, de comedero en comedero, calentando a la concurrencia contra el ganso. La zorra, cuando estaba inspirada, le susurraba argumentos al oído y se relamía.
De ese modo, las vacas se convencieron de que el ganso mamaba de sus ubres de noche, cuando andaban con la guardia baja, por eso el granjero se quejaba de su falta de leche. Los patos miraban ahora al ganso con tristeza. Siempre habían sido amigos, pero ahora sabían que el ganso, más corpulento y apuesto, los miraba con desdén, con superioridad, parecía mentira que no lo hubieran notado antes. Y los mismo los cerdos, que gracias al perro sabían ahora que el ganso era el responsable de la desaparición misteriosa y repentina de algunos lechoncillos de buen ver.
El caballo, que tenía un corazón grande de caballo y unos ojos nobles y profundos, hizo suya la justa causa de las ovejas, de los cerdos, de las vacas y de los patos. Y lo mismo hicieron el asno y los bueyes de tiro. Y mientras, el perro erre que erre, erre que erre, todos los días de mentidero en mentidero con nuevas invenciones contra el ganso. Sin tregua ni cuartel, pues la perseverancia era la clave para que su plan tuviera éxito.
El ganso seguía en las mismas: cuando oteaba a la zorra, graznaba y graznaba alertando a todos los animales, pero llegó un día en que apareció la zorra y nadie buscó la protección de sus refugios. ¿Quién iba a fiarse ya de aquel ganso escandaloso y traidor? ¿Acaso tenía credibilidad alguna? Ya todos sabían que era un farsante, un ladrón de recursos, un glotón y un lambucio, un ganso que solo buscaba llenarse el gaznate haciéndose pasar por el guardián de todos. Nadie sabía explicar por qué, pero todos en la granja lo odiaban y lo despreciaban. Maldito traidor, quién iba a decirlo tan solo unos meses antes. Menos mal que el perro les había abierto los ojos. Qué engañados habían estado.
Al día siguiente, entre los graznidos desesperados del ganso, la zorra dejó de relamerse y pasó a la acción.
José Antonio Illanes.
Foto: Rob McInnis.
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