He entrado en la sala de exposición con cierto nerviosismo. Supongo que es normal, a fin de cuentas, es mi primera vez.
Sé que podía haber elegido el modo fácil, el usual, pero he escuchado tantas cosas diferentes sobre esta opción que no puedo negar que me apetece formarme mi propia opinión.
Y reconozco que deseo probarlo, que me pica la curiosidad.
¿Por qué no? Seamos sinceras. Hace mucho tiempo era así, siempre. Y nos gustaba, ellos nos gustaban, así que algo debían de tener, digo yo. En cualquier caso, ya estoy aquí. Voy a dejar de justificarme innecesariamente y centrarme en mi elección.
Me he informado bien antes de venir y me han asegurado que este centro es de confianza y su género de máxima calidad. Cualquier ejemplar que escoja será adecuado, de modo que, como me han indicado en la entrada, solo debo dejarme llevar por mis gustos y disfrutar de la ocasión. Según se rumorea, así el porcentaje de acierto es todavía más elevado.
Bien, bien, bien, me dejo llevar y exploro a mi alrededor…
Los tengo ante mí a derecha e izquierda: Latinos, nórdicos, asiáticos y africanos; rubios, morenos, pelirrojos y calvos; altos y bajos; delgados, gruesos como robles o esbeltos y bien proporcionados…
Los gestos también varían: ceñudos, amables, divertidos… Algunos se mueven suavemente al compás de la música ambiente, otros se dejan observar desde sus taburetes giratorios.
Los había visto en foto y en documentales, pero nunca al natural. No dejan de ser curiosos, pues a pesar del parecido con nosotras, de algún modo resultan diferentes. Tal vez la palabra sea intimidantes, sí, o quizás igual solo sea su forma de mirar… A pesar de ello, me parecen atractivos. Más atractivos de lo que esperaba, la verdad.
Me llama la atención un moreno de ojos oscuros que permanece en pié tras su taburete. Mantiene las piernas separadas, ancladas al suelo, los brazos cruzados y me mira sin parpadear.
Valoro su cuerpo desnudo, su rostro retador y la información que me suministra la guía táctil cuando le enfoco y pulso .
La pantalla me indica que tiene veintiocho años, sin antecedentes de enfermedades graves ni enfermedad mental. Ningún defecto físico. Buena vista, oído y esmalte dental, aunque todo eso era de esperar.
Un coeficiente intelectual de 125 y un porcentaje de lo que aquí llaman “actuación” de un cien por cien.
Tras un examen concienzudo del resto de posibilidades que tengo a mi alcance, regreso a él. Sin duda es el que más me gusta.
Confirmo en la guía táctil mi elección y algo debe de hacérselo saber porque me sonríe ligeramente, asiente con la cabeza y se vuelve, para salir de la sala de exposición con un andar elegante y tranquilo que me reafirma en mi decisión. Las luces de la sala se atenúan y un mensaje sonoro me anima a irme porque ya se ha acabado mi tiempo.
Con los nervios a flor de piel, salgo de allí para dirigirme, por un largo pasillo, a la habitación que me han asignado al llegar: la 206.
La estancia es sencilla y, a la vez, tiene ese toque especial que rezuman los hoteles caros. Una cama enorme con dosel, una ventana al exuberante jardín exterior y la puerta al baño. Todo en un relajante y aséptico blanco roto. La única nota de color es la preciosa imagen de un útero adornado con flores, en la pared frente a la cama.
Sigo las instrucciones que me transmite la guía táctil: me desvisto, tomo una ducha breve en el baño y me tiendo desnuda sobre las suaves sábanas.
Aguardo la llegada de mi ejemplar siguiendo con la mirada las flores que emergen del útero pintado ante mí. Es hermoso, es el origen de la vida. Nuestro gineceo, nuestra propia flor, a la espera del polen, de la simiente, para dar fruto. Vida.
Con esos pensamientos aplaco mi ansiedad y crecen mis ganas de sentir mi cuerpo fecundado.
Unos golpes en la puerta me advierten de que ya está aquí. No he de levantarme a abrir, yo soy la homenajeada aquí. Todo debe suceder a mi gusto, para eso he pagado.
He contratado el servicio Placer intenso y mi ejemplar lo sabe. También sabe que deseo penumbra, así que la ventana se oscurece mientras él se acerca, me sonríe y sumerge la cabeza entre mis piernas.
Es distinto con él, decido. Más imperioso, enérgico, menos sutil. Con todo, disfruto de la experiencia y llego al orgasmo rápidamente. Quizás influyan mis nervios y lo morboso de la escena.
Ahora viene lo complicado, pienso, porque se pone sobre mí y temo que su peso me aplaste, pero es delicado y tierno. Sonríe ligeramente. Me besa el vientre y ambos senos. Su curioso sexo se agita en el aire como uno de mis dildos de última generación.
¿Preparada?, me pregunta, y su voz grave me sorprende más que todo lo demás. Me ablanda, me humedece, me abre.
Sus ojos se clavan en mis ojos mientras su miembro se clava en mí y comenzamos una danza enérgica de placer y vida. De nuevo, vida.
Cuando llega mi segundo orgasmo, él concluye su trabajo. Eyacula dentro de mí y sale suavemente de mi interior. Saca de algún escondrijo un cojín y lo coloca bajo mis piernas.
Se despide con un gesto de cabeza y una leve sonrisa.
Tengo quince minutos para reponerme y absorber su jugo, para acoger en mi óvulo su semilla. Luego me visto y desando el largo corredor que me separa de la entrada.
En el mostrador de recepción me preguntan por la experiencia. ¿Todo bien? ¿Ha disfrutado? Me piden que puntúe a mi ejemplar y me muestran cinco caritas que van desde la expresión enfadada a la sonriente. Pulso la gran sonrisa verde.
Me repiten, una vez más, que en caso de no tener éxito puedo probar hasta dos veces más a mitad de precio.
Acaricio mi vientre mientras asiento, doy las gracias y salgo al sol radiante de un día que comenzó nublado.
Copyright © 2018 Teresa Guirado.
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