Desde siempre, fue lo mismo. Desde el principio fue el refugio seguro donde mecía el desaliento. Esa habitación blindada donde recogía las velas de la desesperanza, del aburrimiento y retornaba al origen: la imaginación. Desde los recovecos de mi memoria, me recuerdo ensimismada, huida, al menor incordio, remendando las velas de las historias que tejía una mente que servía de refugio y compensación.
Voy por orden, ante todo me presento: me llaman Tana, para ser exactos La Tana, que allá donde vivo, se articulan los nombres, para dar confianza, o para distinguirnos del resto de la ciudad. Somos extrarradio, para que me entiendan: lumpen puro, por eso, como distinción se pone delante del nombre, el artículo. Entendí que era así cuando me desclasé, encontrando gente por el mundo que se llamaban el nombre a secas. Cuando yo enunciaba el mío, articulado, las miradas de suficiencia en el colegio, el fruncimiento de morros de mis compañeras, venidas a más, crecidas ante una infiltrada del extrarradio, era notorio. Claro que jamás me nombré La Tana. Ese diminutivo era mi cruz. Dije La Catalina Ruiz…y fue el despiporre. Antes de seguir explicaré de qué atávica manera, se concluye el diminutivo de La Tana del nombre de Catalina.
En mi familia es tradición que las mujeres se llamen Catalina. Mi bisabuela, abuela y madre, hasta donde alcanza la memoria llevaron ese nombre con orgullo. Imagino, que las primeras se denominarían: Las Catas. De ello quedó en el barrio el nombrarnos así: la familia de Las Catas. Porque en el extrarradio ya se sabe, todos tienen su sobrenombre. Ustedes, tan finos, no lo saben; para eso estoy yo: para contárselo. Desde ese mismo principio, entenderán que el refugio donde encontraba sosiego y placidez se hallara lejos de la fealdad circundante. Muy arriba, envuelto entre las brumas longevas de unas historias que tejía, todas con final feliz y éxito personal. Como debiera ser. De esa forma pude transitar una infancia desafecta.
De las Catas derivó al género masculino: Los Catos, de ahí siguió la derivación a Los Catanos… Hasta llegar a mí, que con tanto vaivén de nombres, quedó en La Tana de la familia de Los Catanos. Así se las gastan en mi barrio, luego dirán que el lumpen no trasiega con el lenguaje. “Vete a casa de tu abuela a por las croquetas, Tana, que hizo y nos manda”. “Compra tabaco a tu padre, Tana y de paso vino para cenar”. Porque en casa, cenábamos con el vino de odre peleón y sin nombre; embotellado en vidrio verdoso como los ojos de un gato. Todas las noches. Decía mi padre, que en casa del pobre debía haber algún lujo, si no, daba igual morirse. El lujo era el vino.
A mí nunca me gustó. Amargaba el paladar y sonrosaba la cara, poniendo rubicundez a la torta empírica que tenía por rostro. Por eso, no entendí de qué lujo hablaba, ya que solo lo tomaba él y con cierta profusión, todo hay que decir. Alguna vez que lo probé (confieso) el atontamiento fue tal que cegó la puerta de salida hacia el escape que me proporcionaba placeres mucho más altos que el vino peleón. Por tanto lo archivé para siempre en el anaquel de placeres inciertos.
Lo cierto es que fui La Tana en el barrio. Lo fui, de forma genuina, tal como llevaba las sandalias embarradas de polvo en verano y las botas cimarronas plenas de lodo, en invierno. Motivado ambos, por la falta de pavimento en lo que dábamos en llamar, aceras. Llamar acera al montón de lodo o polvo pegajoso, que bordeaba los entrantes de los portales oscuros y desconchados que conformaban mi barrio, era hacer oximorón. Cuando llovía, cosa que era frecuente, el lodazal que se formaba entre las callejas que vericueteaban los edificios grises, plegados de niebla y moho, era trampa mortal, tanto que debíamos entrar a saltos en los portales. Además del artículo antes del nombre, nos distinguíamos, en mi barrio, por llevar siempre los zapatos sucios y embarrados. Así era y así sigue siendo, aunque yo no lo vea, porque a Dios gracias, como les decía antes, me desclasé. A base de soñar con eludir la realidad, terminé por emanciparme de un destino seco que auguraba flecos de desastre.
Me desclasé convirtiéndome en Lina de Valladares. Lo que antes era La Tana Ruiz Valladares, o con más corrección: La Catalina Ruiz. El nombre se me puso aristocrático, casi de casualidad. Para que luego me digan que no importan las preposiciones, convierten a una niña arrabalera en alguien con pulido barniz, entronizada, aunque solo sea por la puerta de atrás, en diversos salones bien recibidos de la ciudad. De la parte noble de la ciudad, se entiende.
Les contaba, a riesgo de extenderme, que el nombre perdió el pelaje de lumpen de pura casualidad. A fuerza de escaparme utilizando las alas pergeñadas de la imaginación, se me desató el invento. Comencé a plasmar lo imaginado en papel. Como quien no quiere la cosa, y por aburrimiento. Es lo que tienen las ciudades en las que llueve: hay días y días en que solazarse fuera no se puede, queda, tan solo, erradicar el aburrimiento como a cada quien le dé a entender. Hubo conocidos que estrellaron la vida y la salud en funciones baratas de escapes que resultaron gravosos. Alguna hubo, que escapó a base de atornillar su cuerpo al galán que apostaba maneras. A las que le salió bien (las menos) escaparon; las más, quedaron resolladas en el fardo de la mala fama, para los restos. Yo tuve suerte porque no busqué en ninguno de esos errados caminos, mi escapada.
Decidí, o me decidieron plasmar lo que mi cabeza mostraba en el tecnicolor de las malas películas, en folio. Y salió. En el viejo caserón donde intentaban desbravarnos unas monjitas soberbias y ensimismadas de su propia santidad, me arrebataron el cuaderno, donde reflejaba los escapes, para recrearlos más tarde. En vez de romperlo, se debió de quedar pululando por los despachos clausuriles, hasta que llegó a la santa mano del confesor y párroco, a la sazón Don Justo de Periñaca (otra preposición dando lustre a apellido esperpéntico). Quien, con celo desmedido, pidió que me llevaran hasta él, para conocer a la artista de tales desafueros. No sabiendo bien, si encerrarme en el cuarto de los ratones o entregarme al satanismo, sin remedio ni loa, decidió llevar mi escrito a un amigo editor (de esos, que ya no quedan; de esos que leen y tienen gusto literario) que vio la joya en bruto que tenía entre manos.
Y con esto, se les resume la historia. Ahora soy Lina de Valladares, autora de folletín. Más de ciento cincuenta y ocho van editados. Y saben, no volví al barrio. Ni a ensuciarme los zapatos, jamás. Ahora entre mis posesiones, mantengo un par de zapatos por cada obra publicada, es decir, ciento cincuenta y ocho pares de bonito zapatos que duermen plácidamente, entre brillos y alcanfores, sin que les llegue el polvo ni el barro, jamás.
#MariaToca
Excelente relato, como todos los tuyos, para empezar el 2019. ¡¡ Feliz vida, Maria !! Me encantaria conocerte.
Gracias Rosa María…algún día nos tendremos que escapar por esta ventanita para abrazar a personas como tú, que con su lectura y afecto nos ayudan a seguir.