Cuando por fin junté el valor para despedirme le conté a mi muñeca que nos quedaban pocas tardes de juego. Por primera vez desde que la conocía guardó silencio. Esperé un tiempo prudencial. No reaccionó y entonces le susurré muy trágica que había escuchado al doctor decirles a mis padres que me estaba muriendo de tuberculosis. Tuberculosis, silabeé. Me quedaré muy flaca y escupiré sangre en el pañuelo sin parar. Ni siquiera cumpliré once años. La muñeca asintió, negligente, y volvió los ojos helados hacia algo que estaba situado a mi espalda, quizás en dirección a la estantería de mi hermana pequeña. Aquella misma noche, mientras me acostaba, le confesé a mi madre con una extraña voz de adulta que había decidido con cuál de mis juguetes quería ser amortajada.
Patricia Esteban Erlés
Tremendo y bello a la vez.