Sale hecho un basilisco, pero no quiere que le devuelvan el dinero de la entrada. Es algo más grave. Hace escasa hora y media este crítico de cine entró a la sala junto a su novia de toda la vida, ya acostumbrada a que a él casi nada le guste. Se había corrido la voz de que la película era tan intensa que los espectadores acababan transformados, a nadie dejaba indiferente. Pero ¿cómo escribiría él sus mordientes críticas si fuera otro romántico influenciable, o si no fuera el descreído que es? No va a dejarse llevar por sentimientos; menos aún por sensiblerías ajenas.
Mediada la proyección, muchos espectadores se encogieron en sus butacas, como si les estuvieran retorciendo el alma hasta el punto de contraer sus entrañas. El efecto conmovedor de las imágenes estaba afectando también a la novia: los ojos más grandes, humedecidos ante la incontinencia sentimental de los personajes de la ficción. A él, sin embargo, nada de nada. Solo bostezos, algún resoplido de disgusto, legítimo, aunque fuera de lugar. Derrotista de los que lleva el nihilismo incluso como atuendo, insensible al trance de ella, le susurró al oído: «Cualquiera sabe que una película ni cambia el mundo ni transforma a nadie».
Pasados unos minutos más de metraje, cuando volvió a mirarla, su pareja llevaba otro peinado. Ahora era rubia, más alta, su rostro más armonioso. Tenía el mismo bolso, el reloj y la pulsera de su madre, pero el vestido con que entró al cine se había transmutado en un conjunto vaquero.
—No me digas que te está gustando, Marta.
— Mi scusi, signore, non lo conosco —le contestó ella molesta antes de cambiarse también de butaca.
Jesús R. Delgado
“Los Web. ¿Inconformistas o solo locos?”
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