Se afloja sudoroso el blanco alzacuello. Poco a poco, en la penumbra del sótano se desvelan una soga, cuartillas en blanco, un bolígrafo. Recuerda las infames notas que ha escrito. «Les felicito; es una suerte contar en clase con su modélico hijo». Al poco de enviarlas, recibía la invitación de unos padres orgullosos de su niño, por lo general un pequeño de ocho o nueve años, feliz de tener a su educador en casa. Los padres le daban de merendar, le agasajaban, como si fuera ya de la familia.
El sacerdote hacía esta misma labor de cosecha curso tras curso. Entraba a merendar en los hogares de sus alumnos seleccionados y analizaba a los padres, su nivel educativo, creencias, temores, debilidades, necesidades, su influencia social, sus contactos. Se aseguraba así la vulnerabilidad de sus víctimas, la incapacidad de las familias para denunciar.
Hoy, el sacerdote ha acudido a una desvencijada y humilde vivienda, aislada en el campo. Merendará con los padres de un nuevo alumno, un niño que destaca en clase con infantiles encantos. Al entrar, la casa parece aún más abandonada. No hay café, ni chocolate, ni dulces, ni sándwiches. Ni siquiera está su discípulo. Solo entonces se da cuenta de que recibió la invitación sin escribir antes nota alguna. Nadie sabe que ha ido allí.
En el interrogatorio al que le someten unos desconocidos, el presbítero reconoce que fue denunciado antes, que sus superiores lo encubrieron en lugar de castigarlo. Confiesa aterrado hasta el último de sus crímenes, la lista de niños abusados sexualmente durante años.
—¡Todo por escrito! —oye cuando lo encierran. El alzacuello sudado, las cuartillas en blanco, un bolígrafo, la evitable soga…—. O no volverás a merendar en vida.
Minificción: Merienda
Jesús R. Delgado.
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