Qué tontos, porque todos nos anestesiamos entonces pensamos solamente en lo bien que se oía el CD, sin crujidos ni ruidos de fondo. Nos asombraba el poco sitio que ocupaba, lo moderno que era aquel disco brillante, aséptico, perfecto. No podíamos sospechar que llegaríamos a lamentar tanto que en aquella mudanza decidiéramos, al fin, bajar a la basura las cajas de cartón llenas de cintas que llevaban años enteros durmiendo el sueño más injusto. No sabíamos que nunca en la vida nos iban a regalar ni íbamos a regalar un cedé que significara la mitad, la cuarta parte, que el cassette aquel que pasamos grabando un mes, capturando en la radio cada canción de los grupos españoles que más nos gustaban, para pasársela al chico de la piscina como si fuera un autorretrato musical, un libro en clave en el que contábamos quiénes éramos. Escribíamos a mano las canciones, con grafías molonas, para hacer aún más nuestros aquellos valiosos manifiestos, para que nadie, y menos el chico de la piscina, pudiera confundirlos con los de cualquier otra persona. Han caído los dos, Sobre un vidrio mojado, Mar adentro, No me acostumbro, Embrujada, Lili Marlén, Hombre lobo en París. Esa eras tú.
Escuchabas las cintas de canciones en inglés que grababa tu amiga Ana Belén los sábados por la tarde, mientras os arreglabais para salir. Siempre recordarás la primera vez que te encontraste con Roxanne, en aquella línea roja. Lo desgarradora que te pareció la traducción que tu amiga iba haciendo en voz alta, parada ante el espejo, estirando con el cepillo su melena oscura. Nunca olvidarás el primer viaje con él, Morrisey y el aire salado. Aquella cassette os gustaba tanto que la dejasteis sonar una y otra vez, sin necesidad de buscar otras en la guantera, de cambiar vuestra banda sonora oficial. Que podía ser cutre, como aquella carretera eterna, el sudor empapando la ropa y el Ford Fiesta a cuarenta grados. Pero ni lo notabais porque os pasasteis horas hablando de cualquier cosa, cantando a dúo, sumidos a ratos en el silencio perfecto de los que juntos están bien todo el tiempo, sin más.
Las cintas de cassette eran el símbolo de la pobreza imaginativa, de la reinterpretación personal de una carencia. No podíamos comprar los discos que nos gustaban pero no podíamos dejar de tenerlos. Porque en la adolescencia la música era lo que hacía que vibráramos en los bares, que bailáramos ante los otros. La música sonaba para crear momentos, era ella quien los hacía verdad, quien convertía a cualquiera a protagonista de su propio videoclip. Perdimos un tesoro cuando las perdimos.
Patricia Esteban Erlés.
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