– Es curioso, María, me comentó ella en la consulta. Tuve un novio muy machista durante bastante tiempo.
He de reconocer que en esa época yo también lo era y asumía como naturales comportamientos que con el tiempo he sabido muy insanos y castrantes.
Me «sugería» amorosamente que me sacara más partido, que yo era una mujer guapa y con un cuerpo que podía mostrar más sexy y así, de paso, erotizarlo más a él.
Desde ese lugar me animaba a pintarme, ponerme tacones y usar faldas cortas. Te aseguro que podía ser muy muy sutil en sus requerimientos; no te creas que se trataba de una imposición directa pero sí que miraba y mucho a las mujeres con otra presencia más llamativa o que mostraban su cuerpo sin pudor, comentaba lo guapas que eran mis amigas más atractivas o lo que una compañera de trabajo que tenía mucho pecho le provocaba.
Me vi a mi misma fiscalizando sus miradas, observándome y observando la imagen de nuestra pareja en los escaparates. En todas esas ocasiones me colocaba en un lugar de demérito y me devaluaba a través de lo que yo consideraba que le gustaba a él.
Entre la incomodidad gradual y el horror de inadecuación constante, desde mi propia autocensura física y estética y la lucha interna, me fui plegando a sus deseos por no resultar poco atenta y tal vez porque había tragado como propio el valor de que la feminidad heterosexual cursaba con la belleza tradicional, el complacer a mi pareja y sobre todo con ser su objeto de deseo y que así no se fuera con otra mujer.
Esa relación no funcionó y comencé otro vínculo con un tipo de hombre que creía distinto. Supuse que bascular en dirección opuesta y elegir a un compañero concienciado política y socialmente y a priori distinto en sus valores de vida conllevaría la flexibilidad de presencia estética que siempre he deseado para mí. Y me encontré más de lo mismo pero en sentido contrario.
«¿Por qué usas tacones? Son propios de la belleza hegemónica. No te pintes, estás más bella al natural. Te pones ropa muy apretada; estarías mejor con algo más suelto. No te «arregles» tanto que parezco un pordiosero a tu lado». Y todo tipo de mensajes que yo tomaba como signo de inadecuación una vez más y al mismo tiempo me hacían sentir, equivocadamente, importante para él.
Así que me doy cuenta de algo sustancial para mi vida y es el hecho de dejar de poner el foco en la aprobación masculina, y no sabes cómo me cuesta la verdad, porque aprendí a convertir en virtud todo aquello asociado a lo «femenino» como la complacencia, evitar que el otro se enfade conmigo, agradar, tratar de hacer «feliz» a mi pareja y entristecerme si no me sentía suficientemente «seductora» o muy aceptada por la mirada masculina.
Mi creencia acerca de la feminidad heterosexual y sus modos y maneras hizo de mí alguien que nunca era quien quería ser y que permitía la idealización o inferiorización en función de la mirada masculina.
Ahora mi voz, que era débil ante el encorsetamiento de género y el miedo a no gustar y ser amada, ya diferencia lo que es mío y genuino de lo impuesto y a todos aquellos que me quieren incómoda o inadecuada y que me olvide de escucharme para atender las palabras dominantes tienen una clara respuesta:
– ¡NO!
Y reconozco a la vez que este posicionamiento me sigue costando, asumir los años y contener los miedos a madurar fuera de los mandatos de la seducción tradicional no es fácil.
¿Entiendes lo que te quiero decir, María?
– Sí, lo entiendo muy bien.
María Sabroso.
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