Éramos niños y nos insultaban; manejaban un diccionario de vejaciones y humillaciones desconocido para los demás, que, naturalmente, no habíamos sido educados para responder a semejantes despropósitos. Nuestra madre apostillaba: “déjalos, que ya se aburrirán”. Y se aburrían, pero entonces era peor, porque ideaban nuevas formas de hacer daño, de tal modo que ganar años y altura no servía más que para ver cómo se elevaba su grado de crueldad. Hoy era a quien usaba gafas, mañana a quien tuviera los dientes separados… Y luego estaban los favoritos, la gente que leía, que escribía correctamente, que recibía un halago de algún profesor por el trabajo bien hecho. Por un momento, quizás deseamos ser minúsculos, no destacar por nada.
Pasó el tiempo y la criba que hace la propia vida pareció alejarnos de ellos, de tal modo que llegamos a pensar que esa maldad no era más que un desvarío de la infancia, la transición de la adolescencia mal llevada, la revolución hormonal o cualquier otra cosa semejante. Y fuimos nosotros mismos, sin la amenaza de nadie. Pero he aquí que surgen las redes sociales y, confiando en que hemos elegido bien nuestro grupo de amistades virtuales, osamos emitir nuestra opinión, que para eso es nuestro muro. Entonces, como aves carroñeras se abaten sobre su presa y vuelven a demostrarnos que la ignorancia no perdona y que la maldad, esa que a veces queremos convertir en enfermedad, porque somos incapaces de creer que existe, ha estado siempre ahí, transitando otros caminos, conquistando espacios que deberían ser para el respeto y la tolerancia.
La tentación es irse, apretar un botón y borrarnos de todos los lugares donde hayamos estado, por ver si no nos encuentran más. La solución es seguir siendo, alimentando opiniones, debate de ideas, ilusión por ser mejores. Y esperar que pasen de largo.
©Margarita Martin Ortiz.
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