Aquel abrigo apenas cubría y el frío le parecía insufrible. Continuó el paseo alzando las solapas y resguardando su nariz. ¿Por qué habían llegado desde tan lejos hasta aquel paisaje inhóspito? ¿Qué bienes esperaba su padre en un lugar donde el clima aislaba a la gente y las calles estaban casi siempre desiertas? Con más fuerza que nunca añoró su tierra, aquella del verano inacabable, aquella custodiada por el océano, tan rica en flores y frutas…Evocó el sabor de la guayaba, del mango…y sintió una punzada en el corazón.
Cuando llegó a la casa su padre hablaba con el resto de sus hermanos, Manuela, Benita, Alberto (a quien, por una razón que más tarde conoceríamos y de la cual únicamente sabíamos que respondía a un homenaje que mi padre hacía a un amigo, llamábamos Coranguez), Victoriano (Nano) y Fidel. Alrededor de la chimenea escuchaban con atención las palabras del padre. El fuego crepitaba, eran árgomas traídas del monte por todos ellos en procesión confusa y capitaneados por Fede, así llamaban algunas veces al padre cuando estaban de buen humor, por su mismo nombre y en diminutivo, lo que hacía que él sonriese de manera peculiar. Se llegó hasta ellos y extendió las manos sobre las llamas. Padre, ¿para qué vinimos aquí?… No pudo contener la pregunta, aun a sabiendas de que torcería el rumbo amistoso que desde la puerta había notado. ¿Otra vez con lo mismo, Beltrán? Federico rebulló sobre los cojines de la hamaca y buscó los ojos del hijo. ¿Cuántas veces he de explicarte el asunto? Los demás miraban al hermano con reprobación en el gesto. A tanto se atrevía Beltrán, no conocía límites a la hora de preguntar, afirmar o negar. Alto, mucho más que cualquiera de sus hermanos, de piel tostada, ojos azules de mirada poderosa y un pelo rebelde que iba hacia la frente al menor movimiento y que él apartaba con una mano de dedos largos que sugerían pianos y caricias. Quedaron ambos en volver a hablar sobre la pregunta de Beltrán, cuando se oyó la voz de la madre que llamaba para cenar.
Nunca hemos sabido de la conversación entre padre e hijo. Siguió Beltrán caminando y dejando atrás el invierno. Ya no estaban las calles despobladas, el sol doraba ciruelos y manzanos y sus paseos se tornaron indispensables; ansiaba el momento en que las labores se suspendían para tomar rumbos diversos que, casi siempre, terminaban en la soledad del bosque. Allí sentía un algo desconocido y subyugador, se dejaba embriagar por los diversos aromas y recobraba su sonrisa.
Las muchas veredas le conducían a lugares diferentes y todos poseían un terrible poder de seducción. Un día caminó sin descanso, monte arriba, más arriba…Cuando consideró terminada la caminata se dejó caer exhausto sobre una pequeñísima braña. Alzó los ojos y contempló lo nunca imaginado: la mar. ¡Qué repique de campanas por su corazón!; la mar estaba ahí, lejana pero cubriendo todo de azul en besos de nube y agua. Apenas podía contener la emoción y su mirada se confundió, azul entre los azules. El chasquido de una rama que creyó oír le hizo volver la cabeza. La muchacha que vio a sus espaldas se encogía azorada, sabedora de su intrusión y empezaba una tímida disculpa. Beltrán la miró y acentuó su sonrisa. Poco después hablaban animadamente y supo que no era ella la intrusa sino él; él, que en su caminar llegó hasta el lugar donde ella soñaba con la mar y otras mares. Se dijeron sus nombres en una presentación repleta de risas, todas las que Beltrán había guardado por largo tiempo y todas las que ella no había podido compartir.
En la noche, cuando el silencio era absoluto, Beltrán deletreaba en voz baja y contra las sombra: Estela Abad, Estela, Es-te-la…
Durante el largo verano que siguió al primer encuentro de Beltrán y Estela fueron frecuentes, en un comienzo, y diarios poco después los paseos de ambos hasta la braña con su mirador a la mar. Desde allí ella le señalaba la majestuosidad de los Picos de Europa con sus crestas altivas y nevadas. Una geografía con un mapa contenido en los dedos de Estela que se movían y señalaban hacia donde caía Potes y cómo para llegar había que pasar por el desfiladero de La Hermida. Detenía ella los brazos, los acomodaba sobre su falda y le contaba de la subida a Tresviso, desde Urdón, por un camino serpenteante y dificultoso. ¿Quién había subido hasta tan alto con el mensaje comunista? Porque todos, todos recalcaba Estela, eran o habían sido comunistas en Tresviso… Para el otro lado, otra vez los dedos de ella apuntaban un lugar entre las nubes, estaba Campoo, donde nacía y comenzaba a correr casi sin parecerlo, el río Ebro. Volvían luego los ojos a la mar y descansaban los ojos en sus azules remotos. Allí conoció Beltrán la flor de la manzanilla. Un día, al llegar, percibieron el aroma poderoso de la planta que dibujó interrogantes en los ojos de él. Jubilosa, Estela le prendió de la mano y mientras le decía cosas acerca de la manzanilla comenzaron a recoger las pequeñas flores. Todo el lugar estaba bordado con la sencillez de la manzanilla, flor generosa en tierra generosa que procuraba muchos remedios para los trastornos del cuerpo. En la noche, ya cada uno en su casa, seguían impregnados del olor a manzanilla. Pronto sería San Roque y habían quedado en ir a Bustablado, sentarse a la rueda y degustar garbanzos con chirivías. Beltrán quiere imaginar a qué sabrán las chirivías, de los garbanzos siempre ha sabido, mientras acaricia su concha marina, la que trajo de tan lejos y parecida a la que regaló a Estela como si le diese el resumen de sus amores.
Una noche y al amor de la lumbre, hizo Fede el relato del porqué de Coranguez. El propio Alberto, y el resto de la prole, abrió los ojos desmesuradamente. Acostumbrado a su “nombre”, hasta extraño le parecía que hubiese que explicarlo; sin embargo, el padre comenzó el relato. «Cuando hicimos el viaje de regreso a la patria (siempre hablaba en esos términos del país donde estaban), recordaréis que dos de vuestros hermanos, los mayores, prefirieron marchar a México; eran adultos y responsables, y, aunque a mí me disgustó la decisión, nada pude, ni puedo, decir en contra. Habéis sabido de sus vidas, estamos al tanto de todo lo referente a ellos pero existe un suceso que nunca os he contado, algo que me emocionó profundamente y por lo que Alberto se llama Alberto y le decimos Coranguez. Vitelio, vuestro hermano mayor, no más llegado a su destino entabló amistades, conversaciones, contactos con la realidad del país. Recordaréis su pensamiento, aunque erais pequeños sé que guardáis memoria de nimios sucesos protagonizados por él y de cómo se arriesgaba en todo por lo que trabajaba. Era por eso que yo, su padre y conocedor de su espíritu indómito, sufrí mucho; sabía que donde quiera que fuese iba a ser él mismo, buscador insaciable de la justicia, luchador hasta el extremo que fuese necesario. Así ha sido y es. Vitelio, junto con otros, se sumó a la guerrilla que combatía al nefasto presidente, la pobreza campaba a la vera de las vidas lujosas y manirrotas. Aquello no podía seguir así. Fueron muchas las escaramuzas, muchas las situaciones límite, mucha la justicia que demandaban. En una ocasión la situación de Vitelio fue más crítica. Retenidos en un cuartel eran sometidos a toda clase de interrogatorios y humillaciones. Él permanecía mudo, al igual que el resto de sus compañeros. ¿De quién es esta pistola?, la pregunta hizo eco en los muros de la prisión a la que, finalmente, habían sido llevados. Todos miraron el arma, nadie respondió. Estaba entre ellos, para sorpresa de los carcelarios, Alberto Coranguez, el gran amigo de vuestro hermano, hijo de un potentado contra quien nadie se atrevía. Y allí estaba él para disgusto de los guardias, que no sabían cómo resolver el problema que ya les acuciaba; detenerlo por más tiempo sería desafiar al padre. Volvieron a formular la pregunta, ahora mirando fijamente a Vitelio. Desgranaron, una por una, las mil y una penas que le iban a caer…Armas contra el gobierno, sabemos que tienes hijos y mujer, qué vienes a hacer aquí redentor de pacotilla, de qué manera tan fácil se deshace una familia, vas a tener tiempo para añorarla y eso con suerte de que no se te fusile…Vitelio callaba, callaban todos. Vuestro hermano me contó que en aquellos momentos no veía a los carceleros, repasaba con ternura y tristeza los rostros de su mujer y de sus hijos. La tensión en el grupo parecía llegar al límite cuando se adelantó Coranguez y dijo que era suya, un regalo de su padre en su último cumpleaños, y que acostumbraba a llevarla, casi como un amuleto, no para usarla contra nadie. La perplejidad de los guardianes se hizo presente y sus dudas e impaciencias también. No podían continuar y tampoco decir por qué iba a cambiar el rumbo de todo aquel percance. Unos días después regresaban a sus casas, deshecho, según los represores, el malentendido que dio lugar a las detenciones. Pasado un tiempo, Coranguez murió en un cruce de caminos, las balas cercenaron la armonía de la sangre. Vitelio visitó a su familia y escuchó el llanto de la madre, miró el vacío en los ojos del viejo Coranguez, era su único hijo, no habría más Coranguez…
Cuando naciste» ahora Fede miraba a su Coranguez particular, «me dije que era justo llamarte como un hombre justo. Por eso te llamas Alberto y te decimos Coranguez».
Años después citó el padre a los hijos a una nueva reunión. Todos vivían en la casa menos Beltrán, que con Estela formaban una familia con dos hijos nacidos en años consecutivos. Otra vez al lado de la chimenea les vio calentarse y Fede se hacia acunar en su mecedora. Rememoró Beltrán aquella otra reunión, les miró con aquel amor que no conocía límites y se acercó al hogar mientras pensaba en qué les iba a decir su padre. Todos estuvieron de acuerdo cuando Fede les anunció que regresaban a la isla, todos creían ciegamente en el padre y en que sus destinos estaban ligados y no podían hacer otra cosa. Todos menos Beltrán. Tengo que hablar con Estela, les dijo, resolveremos entre los dos lo que más nos convenga. Siguieron hablando durante largo rato, las mujeres de sus hermanos se habían ido a dormir y la madre esperaba paciente que todo aquello concluyese, mientras fumaba despacio su cigarrito de la noche. Beltrán se acercó hasta ella y acarició su pelo rizado y aún negro. Mamá, ¿a quien le robaste mis ojos? Rita le mira y sonríe. Quiero volver, hijo, y entiendo que tú tienes que hacer lo que decidáis juntos. No robé tus ojos, los pedí prestados a tu abuelo, lo sabes desde siempre. Son mis luceros, hijo, y siempre mi sorpresa. Solo el abuelo los tenía así. Beltrán hunde su cara en el cuello de su madre, por entre los rizos, y aspira su olor con delectación y avaricia. Quiere inundarse del olor de Rita, guardarlo entre los pliegues de su memoria más selectiva, no quiere quedarse huérfano de tanto como ella tiene.
De camino a la casa los pasos se escuchaban como adioses doloridos.
Estela y Beltrán estuvieron hablando el resto de la noche. En su habitación la chimenea quemaba los últimos leños y los dos se perdían contemplando sus llamas. Ambos ardiendo en el mismo fuego y con idénticos pensamientos. ¿Marcharse, irse dejando a los hijos en aquella guerra? No tuvieron ni un segundo de duda, ellos esperarían el regreso, aguardarían hasta el final de aquella lucha fratricida. Cuando por fin quedaron dormidos Beltrán caminó por la isla de su infancia, se aromó con todos sus perfumes, oyó los sones nunca olvidados, se sumergió en la calidez de aquellos mares… Y regresó. Se conoció a sí mismo en el amor de Estela y sus hijos. Supo, por vez primera, que éste era su país, el que el amor le había regalado.
Desde la pequeña braña, Beltrán y Estela, otean la mar. Saben de un barco que se aleja y, aunque no pueden visualizarle, se empeñan en mirar hacia las aguas lejanas.
Gloria Ruiz
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