Ha llegado el otoño y con él los días se acortan dejando en sombras la casa cuando vuelves. Se anuncia presuroso por la ventana abierta que ya no trae soles bravos o la brisa cálida que acaricia el pelo como mano de amante. La humedad traspasa el cristal y las gotas de rocío sustituyen al vaho del verano recién enterrado. El paisaje se agrisa, cubriendo de gredales los vibrantes verdes que tanto te emocionan. Ha llegado la hora del cambio.
No es que te moleste, al contrario. El otoño son días lánguidos donde la melancolía se explaya calmando la furia del verano en que no hay resquicio al descanso y los días se suceden sin orden ni concierto. El otoño son tardes melosas con el café en la mano, el libro al alcance y la suave mantita que cubre las piernas arropando el sueño que nubla los oídos cuando la tarde cobra sentido. El sol acariciando tamizado por el vidrio de la ventana que apacigua el desasosiego de algún resfriado a contratiempo.
El otoño es tiempo de calma, de escritura, de conversación pausada con alguna amiga perdida y reencontrada. Te gusta el otoño. Y hay que hacer el cambio.
Recoges la ropa de verano, la escrutas porque hay piezas que se desechan y prometes
–de forma tan fútil como siempre- que serás comedida en el consumo. La tierra está esquilmada, te dices… y tú con tanta ropa. Te enfadas porque la conciencia ecologista te abruma con razón. El invierno ha de ser comedido y el próximo verano no adquirirás ni una prenda. Lo juras –tan el falso como siempre- sobre el montón que almacenas en el altillo de un armario que estalla por los cuatro costados. Prometes en firme abandonar el consumismo y hasta te lo crees un poco.
Luego te pones a ello. Como todos los años. Compruebas que siguen vivos, que ninguna polilla o la crueldad del tiempo se los haya comido y siguen contando las viejas historias que algún día decoraron, cautivos de tu cuerpo.
Son ellos, los vestidos. Los que engalanaron fiestas, amores o se arrebataron por manos olvidadas en algún lecho extranjero que ya ni lo recuerdas. «Con éste me besó», te dices. «Con éste asistí a la boda escarchada de alegría, cuando todo era nuevo y los júbilos eran breves pero continuados. Con éste subí la cuesta enmarañada en sus manos, haciendo a cada paso una parada para besar su boca, porque no daba el tiempo a calmar el hambre de los cuerpos». «Con la chaqueta negra velé al hijo muerto». Con el vestido azul,ese que te niegas a exiliar de tu vida aunque te abre las heridas, escuchaste la sentencia que abría la sima del dolor. «Con el verde fui una Nochevieja a cortejar el futuro».
Y sigues con unos cuantos. Apenas notas como laceran el alma los momentos vividos y cuando no puedes más los encierras en la cárcel de plástico, bien sellada, para que no escape ni un solo recuerdo. Los guardas y comienzas a sacar los abrigos que han de cubrir la carne que lleva tantas cicatrices que te niegas a cerrar. Quizá porque entre ellas y los vestidos cautivos está escrita tu historia.
María Toca
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