Amigas

Cuando nos dábamos cuenta de que una de nosotras estaba un poco demasiado triste, más alicaída que de costumbre, organizábamos una cena en casa, para que la amiga cabizbaja viniera con una botella de vino, postre no, exclamaba invariablemente la anfitriona de turno, algo indignada, de ninguna manera, ni se te ocurra. La amiga en horas bajas se dejaba querer desde el principio. Salíamos las demás a abrirle la puerta y el recibidor le parecía a la recién llegada un baño de luz cálida, una ducha que olía a sopa de calabaza y buenos propósitos. Sí que me quieren, se decía cerrando los ojos mientras las demás la abrazábamos allí mismo y le íbamos soltando los botones del abrigo lleno de piedras y el bolso y acaso el vino si la pena le había permitido a la convidada recordar los buenos modos de rigor. Sí que me quieren, y casi sollozaba cuando la empujábamos suavemente por el pasillo lleno de cuadros que eran mapas, retratos de familia, sellos valiosos, flores flacas traídas de lejos y puestas a secar. Me quieren tanto, se repetía, cuando la dejábamos instalada en la silla del centro exacto de la mesa, frente al plato cuya servilleta era de un color distinto al resto, verde botella si las de las demás eran rojo sangre de corza, negra crespón de luto si las demás eran gris perla. Las amigas sabíamos tratar a la que había enfermado de pena, sabíamos cocinar en olla aparte o endulzar el postre de chocolate terroso con un azúcar especial, traído del frasco heredado de una antepasada. La amiga comía y bebía, probaba cada plato sin dejar de admirar la belleza y bondad de aquellas mujeres que comprendían tan bien el dolor ajeno como si les perteneciera, igual que una joya de familia, que la miraban mientras paladeaba cada manjar como si esperaran, igual que niñas chicas que aún creyeran en magias, que al final ella sanara de su tristeza indigesta, de ese dolor de percha abandonada en un callejón que agarrotaba su cuerpo, de ese ya no ser nada en realidad que la comía por dentro y es un anticipo de la muerte. El postre, el postre, que pruebe el postre, decíamos a coro, ella la primera. Pero a ciegas, que no mire. Obedecía, conmovida, nuestra frágil amiga. Acercábamos la cucharilla de plata a sus labios, el pastel tiene mejor aspecto que nunca, volvíamos a decir, aunque no puedas verlo es el más bonito. Y al entregarse al sueño murmurando la palabra vainilla, mientras las demás la llevábamos en volandas al sofá y apagábamos todas las luces de la casa, había ocurrido. La que no volvería a la próxima cena sonreía al comprender que estaba curada del todo.

Patricia Esteban Erlés.

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