Ana Frank mirando la hora. 1934. En la infancia el primer reloj era un trofeo, una joya de pulsera, una máquina misteriosa. El tiempo era cosa de los mayores, ellos decidían si era pronto o tarde, cuándo era la hora de acostarse, cuándo debías levantarte por la mañana. Un simple vistazo a la muñeca bastaba. Ellos sabían descifrar aquel mensaje encriptado, los cuartos y los menoscuartos, los en punto y las pasadas. Ellos, eso pensabas entonces, mandaban sobre el reloj.
Ana aparece en la imagen mirando la hora, copiando quizás el gesto preciso de una profesora o el ademán de hombre ocupado de su padre, la expresión adusta al alzar el brazo y retirar la manga del abrigo para comprobar en la esfera redonda, seguro que era redonda, si aquel mediodía soleado era pronto o tarde para algo. Hay una enternecedora concentración en su actitud, una intención de copiar el ritual completo para hacerlo creíble. Ana juega a mirar la hora como alguien muy mayor. No levanta la cabeza, se obstina en volver los ojos a ese falso juguete que estrena. Si hubiera mirado a la cámara el reloj no habría salido en la foto. Pero quizás por todo lo que ocurrió luego la foto guarde otras lecturas. Ana es fotografiada por esa sombra que tiene enfrente, Ana parece ella misma un reloj de sol, Ana,la niña que pronto sería engullida por la oscuridad, pensaba en esa foto que tenía muchas horas y días y años por delante,que es al final lo que pensamos todos con una ingenuidad que nos hace soportable la existencia.
Cuando por fin lo conseguíamos, queríamos llevar nuestro reloj a la escuela, enseñarlo como una marca distintiva, la joya que nos hacía entrar por la puerta grande de un nuevo club. No eres el mismo de ayer cuando por fin te regalan un reloj. Eres, y no lo sabes, alguien condenado a que su tiempo pase, siempre demasiado pronto.
Patricia Esteban Erlés
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