Me desazonaba no saber exactamente lo que había ocurrido la noche anterior. Enseguida recordé que la botella de Jaguermeister contiene un licor, con el que operaban en el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundíal: no mitigaba el dolor pero anulaba la memoria. Pareciera que Diana me hubiera tendido una trampa tras el final de la botella de Legendario, y que con ella, pretendiese que yo, su víctima, no pudiera recordar en castigo, nada de lo ocurrido en el momento en el que me quedé sin ropa.
Deseché la idea. No creía capaz a Diana de semejante intencionalidad al menos conmigo. Me había contado todo tipo de perrerías llevadas a cabo con sus conquistas. Mil y una vez nos habíamos partido de risa en medio de sus anécdotas malvadas pero, en este último tiempo había comprendido que yo representaba para ella algo diferente, sólido y muy importante, mucho más allá de lo fraterno, aunque nunca lo hubiéramos tratado en serio, y por tanto, todavía no teníamos los argumentos que apuntasen en uno u otro camino. ¿Daríamos el paso para evaluar si era amor erótico del que hablaba Erich Fromm? ¿Lo habríamos dado quizás la noche anterior?
Me miré en el espejo que de pared a pared, y que sobre la encimera de travertino con lavabo de pileta y llena de pinturas desparramadas, devolvía la imagen de mi cuerpo desnudo. Observé con detenimiento cada centímetro de mi torso en busca del carmín de Diana. Volví sobre mis pasos hasta el comedor y busqué mis ropas, y las suyas, y encontré tras el respaldo del sofá mi polo, mis pantalones chinos y mis splip negros, y bajo la mesita auxiliar mis náuticos y sus zapatos de tacón en loca disposición. Tras el brazo del lado en el que ella se sentó, tan solo encontré su vestido estampado con motivos japoneses, y un sujetador tan impregnado en su perfume, que parecía que ella misma estuviera conmigo.
¡Maldita sea!, daría toda mi fortuna por saber qué había pasado unas horas antes. Busqué restos sobre el sofá, pero todo parecía estar en perfecto desorden: cojines de plumas descolocados y ausentes de mancha alguna.
Toda mi preparación en criminalística no me servía para nada. Ni una sola prueba que me diera pistas, ni un indicio. Nada.
Regresé al baño, y abrí el grifo de la ducha a máxima presión. Me latían las sienes y el paso del agua muy caliente a la fría gradualmente, me hizo bien. Enjaboné mi cuerpo con el gel de Diana, y por un momento cerré mis ojos e imaginé que ella estaba conmigo bajo los mil chorros de la ducha. Deseaba el contacto de su abrazo desnudo.
Me sequé con su toalla para vestirme después, y en la cocina preparé casi dos litros de zumo de naranja. La resaca me pedía tomar líquidos y una idea cruzó entonces por mi cabeza mientras ponía fin al último vaso que llené de la jarra. Buscaría en el aparador de la entradita un juego de llaves que Diana tenía siempre de reserva, bajaría luego a la floristería de la esquina y llenaría de flores el salón.
Casi sobre cada una de las superficies horizontales, quedó cubierta con un bouquet de flores. Hay cosas de las que un hombre jamás habla pero, puedo asegurar que cuando la florista de la tienda terminó de subir con las últimas composiciones, casi habían llegado las dos de la tarde, y para entonces, en dos ocasiones había pedido nuevos suministros al almacén. El dinero es secundario cuando quieres agradar, y yo quería hacerlo.
Una vez todas las flores quedaron colocadas a mi gusto, cerré la puerta y me marché a casa. Seguro que el teléfono no tardaría en sonar, y no lo hizo.
Víctor Gonzalez
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