Cargar un carro de verde no es difícil. Hasta yo lo sé hacer.
Metes el treinte a ras de la cambada recién segada, apilas hasta hacer una belorta, la pinchas y la levantas hasta el volquete girando el cuerpo, acompañando el peso mientras el mango se desliza por la palma de la izquierda.
Una belorta en medio y otra en cada esquina, luego una en cada vértice, y así continuamente, bien acaldau, hasta que haces copa, lanzas la cuerda por encima y lo amarras todo.
– ¿Te he contado alguna vez lo bien que segaba tío Tato? ¿lo perfecto de sus cambadas? ¿lo bonito que dejaba el prau, pulido?
– Sí, Javi.
– Es que lo hacía muy bien. Daba gusto verlo. Parecía bailar con el dalle y el verde. Un hedonista del trabajo brutal.
¿Cuándo fue la última vez que cargué un carro de hierba?
Tendría veinte o veintiún años. Un día libre que bajé el Pinaruco a dar un paseo y subí por el Cagigal. Tío estaba segando y paré a verle, las manos en los bolsillos, un pitillo en la boca.
Él, tan grande, un poco encorvado sobre el prau, echa el dalle atrás, la pierna izquierda un poco adelantada, y dalle alante a la vez que avanza un poco con el pie derecho.
Siussssss... el ruido como de cuchilla sobre seda, la hierba recién segada va a la cambada, con un sonido sordo como de aleteo de luétiga, y vuelta a empezar.
Cuando para a afilar el dalle, repara en mi. Me sonríe con su sonrisa de boca cerrada. Con le mirada tierna del embrutecido por el trabajo, que parece creer que la ternura es un lujo de señoritos.
Me saluda con un gesto de cabeza, y enciende el también un Celtas.
– Hola tío ¿te ayudo?
– Ves cargando si quieres, hijo.
Saco el treinte del volquete. El ha sacado la piedra de la colodra que lleva trabada en el bolsillo del buzo y empieza a afilar.
Es digno de verse el arte que tiene.
De niño, la colodra me parecía la cartuchera de un cowboy. Fantaseaba con que tío era uno y llevaba una pistola.
– Tío ¿tu sabes montar a caballo?
– Yo que voy a saber.
Ríe.
Y sigue segando.
Él siega y yo voy cargando.
Cuando acaba, aprado mientras él termina de acaldar el carro. No lo hago tan bien como él, pero lo hago bien.
Trabamos prada y treinte con la cuerda, pincha el dalle en el verde, y poco a poco, con pasos parecido de largos, echamos por la cambera hasta el camino, en silencio, escuchando el tintineo de los arreos, sumergidos en la fragancia de la hierba recién cortada y la piel de la yegua, que él guía con una mano apoyada en el cabezal.
– Un día me tendrás que enseñar a segar, padrino.
– Tú a lo tuyo, que es trabajo de señoritos.
Hoy he visto su colodra en lugar ajeno. Ahí, entre trastos viejos, dejada de cualquier manera, como si no fuera un objeto de culto, algo que vale más que las pesetas, que diría él.
– Mira, es la colodra de mi tío Tato.
Carlos mira y me mira a mi. Levanto la vista para encontrarme con sus ojos. Levanto un hombro en señal de «da igual» y seguimos haciendo el trabajo que me ayuda a hacer.
Sin muchas palabras.
Hace mucho que no nos hacen falta.
Javi Viadero
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