Nos estamos acostumbrando a vivir como si no hubiera un mañana, vivimos cegados por un presente vertiginoso, es decir, por un transcurrir de los días superficial y superfluo que, además, cuando lo pienso, me provoca vértigo.
Hemos salido de una pandemia, al menos eso nos han hecho sentir, con una voracidad irracional, como si la vida estuviera en deuda con nosotros, una deuda que debe ser saldada sin plazos, de forma inmediata, ya. Un carpe diem deforme, ególatra, patológico e insolidario hasta la extenuación.
Este verano, el último de nuestra vida, se atiborran los aeropuertos, las estaciones de tren, los cruceros, las agencias de viajes, los hoteles, las carreteras, todo se masifica, todo parece ir con prisa, todo se agota…, hasta el río, mi viejo compañero, que este verano me mira con ojos tristes, tal vez, con el reflejo de mi propia mirada, porque les confieso que tengo miedo a esta velocidad insana, miedo a que esta sequía voraz y desoladora acabe con su curso tranquilo.
Dicen que el pantano que lo alimenta ya no da más de si, pero habrá que agotarlo, hay que regar, el presente no espera, el mañana tendrá que esperar, ya vendrán tiempos mejores y si no…
¿Qué nos está pasando? se pregunta en voz alta el hortelano que, en tantos momentos, me ofrece su compañía. Intuyo un poso de ansiedad y tristeza en sus palabras, compartimos tantas cosas… Estamos desecando los acuíferos, esos que alimentan las fuentes, pero hay que regar y el car, este verano, baja con poca agua, pero hay que regar, el presente no espera, el mañana…
Les confieso que este miedo, esta tristeza que me amenaza, ha hecho que haya decidido dejar de ver los noticiarios, no, no se equivoquen, no es por el lío de las cloacas, por lo de las noticias falsas, que eso, ya lo tengo medio digerido. No, el miedo que no supero es ver cómo este verano los incendios se vuelven a convertir en la retransmisión de un carrusel maldito con estadios en toda la geografía peninsular. Nos quedamos sin bosques, pero eso será mañana y ya nos han convencido de que el mañana no existe, que sólo existe este presente de consumo desenfrenado, de falsa felicidad, de aprendida idiotez…
Mañana volveré al río, temprano, muy temprano y, en el silencio con que me hablan los chopos y las higueras que lo protegen, intentaré escuchar su canto, tal vez su despedida, y le pediré perdón por mi contribución a este desaguisado absurdo. Mañana la naturaleza maltratada, amenazada me ofrecerá la belleza frágil de un amanecer, de un atardecer y yo me volveré a sentir en deuda con ella…
Joder, ¿es que no vamos a parar esta locura? ¿Es que no vamos a poder gritar a coro un «a la mierda» este progreso que esconde la regresión más infame que el ser humano pueda fabricar?
Juan Jurado.
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