Julio estaba en su apogeo, yo en mi primer curso de Acupuntura de los tres años que duraban los estudios. A las seis de la mañana tomaba el autobús camino de Donosti todos los sábados. Ni tenía coche ni carnet, así que el viaje era largo y adormilado. Era trece de julio de 1997. Nada más abandonar Cantabria y tocar Euskadi algo llamó mi atención. La carretera, que a esas horas solía tener un tráfico metódico, estaba yerta. Ni un vehículo, nada, todo vacío. A lo lejos divisé una tanqueta de la Guardia Civil que caminaba con la lentitud del miedo. Al poco rato vi otra, y otra. Nada más. No cruzamos esa mañana de julio más coches, como si el miedo solapara el gozo de un sábado de verano. Recuerdo que vinieron a mi mente las imágenes de la película Mising cuando los tanques avanzan por el asfalto de Santiago en el silencio de la madrugada.
Al llegar a Donosti, con la intensidad de la clase, olvidé la desazón del viaje. Al mediodía busqué, como siempre, un lugar para comer, luego di un paseo recreándome en la dulce belleza de una ciudad inolvidable. Las calles del barrio de Gros, que otros sábados a esas horas confluían con gente en busca del pincho , se mostraban más sigilosas, más cautas, como si temieran el grito por si despertaba la bestia.
Por la tarde se integraban dos compañeros de Santander (yo doblaba, hacía mañana y tarde) a las clases. En el descanso de media tarde(eran cinco horas) nos juntamos sobrecogidos por la cauta espera. Entre nosotros comentamos algo de lo que se tramaba a esas horas: “¿le soltarán pronto? No serán capaces de hacerlo, seguro que luego darán la buena noticia. No serán capaces…”
Hacíamos una parada con pincho y café para emprender la última tacada de la tarde con brío retomado, estábamos en uno de los bares del barrio de Gros cercano a la escuela. De pronto, la televisión interrumpió su emisión y lo anunciaron. Había aparecido Miguel Ángel Blanco, muerto o casi.
Se hizo un silencio en el bar. Un silencio de esos que pesan, que cortan el aire. Casi todos miraban abajo, al suelo, al café, al pincho que tomaban, temiendo chocar los ojos y encontrar, nadie sabe que, en ellos. Nosotros nos contemplamos sobrecogidos, como si estuviéramos en tierra hostil. No nos atrevimos a mostrar la consternación que nos embargó porque habían arrebatado la vida a un chaval. Callados, en silencio apretado, salimos; de camino a clase, casi susurrando, comentamos y nos entristecimos al unísono, confabulándonos para callar en cuanto viéramos a los compañeros vascos. Al llegar, notamos la clase revuelta. Había un incierto griterío, caras excitadas, ira contenida. Callados, tal como acostumbrábamos al sabernos en campo minado, contemplamos a los colegas.
Pronto entendimos lo que decían. Como uno solo, los aproximadamente veinte alumnos vascos de diferentes rincones, estaban irritados y por primera vez en un año los escuchamos hablar de política sin miedo.
De vuelta , pasamos por Ermua, que nos cogía de paso. La marea humana se solidificaba, desde la carretera sentimos que algo pasaba. Al llegar a casa y ver la televisión entendí que era cuestión de tiempo. El pueblo había perdido el miedo. Nada volvería a ser como antes. La guerra había terminado, quedaban batallas, traiciones, manipulaciones, cobardes que utilizan el nombre de los muertos en vano. Pero la guerra al miedo se había ganado y como siempre fue un pueblo unido quien lo hizo, no una bacanal de políticos un tanto rastreros que intentaron e intentan arrimar el ascua a su sardina sin pudor de utilizar la memoria de un chaval de poco menos veinte años. El pueblo en expresión sincera de dolor puso contrapunto a la estulticia y al miedo.
Hoy, veintiséis años después, sigo recordando con consternación aquel día en que mataron a un joven y el miedo perdió sus ataduras en la sociedad vasco. Por eso no dejo de mostrar estupor ante la manipulación abusiva de su persona, el asco profundo que me produce la división maniquea que realizan entre víctimas de uno u otro bando. Las personas de izquierdas que enterrábamos compañeros/as criminalmente asesinadas en manifestaciones, cuarteles o comisarías, lloramos con el mismo dolor a Miguel Ángel y a todas las víctimas de ETA, salimos a la calle y luchamos por la paz. Es penoso que hoy, se siga abriendo una sima profunda por quienes deberías felicitarse de que no hubiera muertos.
Culpar a los partidos actuales de la ETA antigua, culpar a gente que ha evolucionado, asumido el horror que la violencias produjo, que han pedido perdón, incluso los que dentro de las filas del abertxalismo padecieron el terror, sería igual de penoso que acusar a un votante o militante del PP, de los sucesos de Vitoria, o de los desmanes que produjo su fundador, Manuel Fraga Iribarne. ETA, acabó y de eso debemos felicitarnos el pueblo que la padeció, quizá los que nunca tuvieron riesgo, los que jamás supieron qué era el silencio del miedo, quieran rentabilizar su horror. Y creo, que si hoy los asesinados como Miguel Ángel, y Gregorio siguieran entre nosotras jamás se les escucharía decir, las barbaridades que escuchamos cada día. Creo, estoy casi segura que disfrutarían de la paz tanto como la lucharon.
Dejen de manosear con baba partidista a los muertos porque Miguel Ángel es tan nuestro como suyo. Como debieran ser suyos los 140.000 que siguen enterrados en las zanjas anónimas de los caminos de España
María Toca Cañedo.
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