El día se nos había puesto lluvioso, daba igual porque andábamos con la alegría pegada a los zapatos por las cosas que planeábamos para el día. Íbamos a comprar el regalo para el nuevo amigo de la pequeña…Un saharaui tierno y sonriente con el que habías pasado unos días de juego y confidencias aunque él apenas hablaba español y tú te explicabas lenta para que te entendiera. “Rotuladores, de colores, muchos, para que pinte en el Sahara, Yaya, y un cuaderno enorme, con un boli azul como el cielo. También un estuche para guardarlo todo” me decías. Doblamos una esquina y ahí estaba. Los ojos se nos chocaron a ambas con ella. Despeinada, con la piel curtida de muchos soles y alguna madrugada, la boca huérfana de dientes con la mueca de la desolación dibujada en los subsumidos labios. Lloraba. Lloraba con terneza, con la misma consistencia que el agua que caía del cielo para liberar de sequía y de calores a una ciudad poco acostumbrada a ello.
Nos miró. La miraste. Al momento tornaste los ojos hacia mí como si yo pudiera amparar aquel llanto que producía congoja. Nos dijo que tenía hambre, que llevaba dos horas en esa esquina y nadie le hacía caso. “Tengo hambre, señora, pero más que eso necesito un abrazo y nadie me mira, nadie me hace caso”
A las dos se nos encogió el alma. Tú con esos ojos que dibujan penas, preguntas y alegrías me miraste de nuevo como pidiendo solución. Nos paramos. Me paré, abrí la cartera y saqué cinco euros, sintiéndome mezquina y a la vez impotente. “Gracias señora, dos horas, sabe y nadie me mira” La regalé el abrazo que mendigaba mientras ella se deshacía en llanto y bendiciones hacia nosotras.
Seguimos el camino. Yo con lágrimas, tú con preguntas. ¿Cómo explicarte que una ciudad llena de gente no ve a una mujer que llora en una esquina y mendiga un abrazo?
María Toca
Tal cual.
Historia real, ocurrida este pasado sábado. Y muy triste.