La voz antigua de mirada vacía le aprisiona el pecho dificultando su respiración
–Atado, todo está atado y bien atado- Atrapado entre las paredes del despacho, observa cómo el hilo de sangre que emana de la boca entreabierta avanza y se desborda por momentos, tintando de un rojo negruzco todo lo que encuentra a su paso. Una mancha creciente que cubre papeles y carpetas inundándolo todo, desbordándose en cascada por el frontal del estante. Una mancha que se agiganta, que devora el suelo de madera de la habitación abriendo grietas que, como ramificaciones endiabladas, avanzan hacia las paredes por las que se filtra la voz asmática del Nosferatu, del no muerto. Ríe, ríe la cabeza diabólica, mientras la sangre se sigue derramando por la comisura de sus labios, haciendo inútiles los intentos por empapar el líquido viscoso, calentuzo y maloliente.
El sonido ronco de un timbre suena de forma machacona y repetitiva dando la alarma, pisadas que se acercan, alguien sacude la puerta intentando forzar la cerradura, hasta que unas manos, como grilletes, lo cogen del brazo….
-Han llamado de tu casa, volverán a hacerlo dentro de un rato
Sin acabar de salir de la pesada losa del sueño que casi le impide abrir los ojos, ha reconocido la voz de don Senén. Un ser enfermizo, de tez amarillenta y bolsas violáceas en los párpados. Un emigrado devuelto de ultramar, dueño del inmueble localizado en una calle estrecha, sombría, de un gris ennegrecido, alimentado por la humedad que impregna la piedra granítica que viste a todas las construcciones de esta zona de la ciudad. La callejuela desemboca en una plaza de belleza decadente y triste donde se levanta el ajado edificio del acuartelamiento. Pareciera que el ambiente de rancio abandono que se respira en aquel lugar hubiera mimetizado con el edificio que, en reciprocidad, se lo devuelve a la plaza en una simbiosis lúgubre.
La clandestina pensión sobrevive gracias al boca a boca que los soldados, sus únicos clientes, ejercen reemplazo a reemplazo. Una cadena soterrada que mantiene éste y otros negocios de la zona vieja, donde se ubican la mayoría de los establecimientos cuartelarios. La economía sumergida que provoca esta industria en la que se ha convertido el servicio obligado a la patria.
Por fin, abre los ojos, el casero ha salido y el sonido acristalado de la puerta de cuarterones, al cerrarse tras él, lo devuelve a la realidad, al presente, al momento vacío y sin sentido por el que su vida atraviesa. Una especie de stand bye, de limbo absurdo por el que se pregunta con frecuencia. Como ahora, tendido en la cama de barrotes oxidados
y muelles chillones, único mueble, junto a un armario viejo y reutilizado, de la habitación que ocupa desde hace semanas. Un espacio de ambiente frío y desangelado al que alimenta la tarde gris, de un invierno gris, en aquella ciudad de la que un sol, pobre y legañoso, huye con frecuencia buscando el sur. Una ciudad de luz depresiva que
lo ahoga.
En tardes como ésta, no tiene mucho más que hacer, el ocio que la capital provinciana ofrece queda lejos del lugar y, sobre todo, de su precaria economía. Así que las suele pasar leyendo algunas de las novelas que han viajado con él o dejándose llevar con indolencia por los pesados caminos que el sueño le ofrece. Viajes de los que vuelve siempre con la boca pastosa y una cierta angustia interior, un punto que le aprisiona con levedad la boca del estómago. Lo cierto es que no es mucho lo andado en la estepa por la que discurre su vida, tan sólo unos meses que pesan en su alma como años. Lo suficiente para que retenga ya en el recuerdo, como si se tratara de algo remoto, imágenes que dan a la saliva un sabor melancólico que la espesa al tragar.
Aquella noche de Enero lluviosa en la que se apeó del Expreso del Norte. El camino en solitario hacia el cuartel de la Capitanía con el petate a la espalda. Con la sensación de estar cruzando una ciudad fantasma, de aquellas que había visto de pequeño en el cine en blanco y negro. Con la impresión de ser observado por sombras, por siluetas deformes que parecían materializarse tras los visillos de los cierres acristalados. Con la soledad del reo que recorre el camino hacia el abismo sin entender el porqué de su condena. El recibimiento extraño. Desde el momento en que entregó los
papeles, tuvo la sensación de que nadie había reparado en su llegada, en su presencia, uno más en aquel barracón destartalado y ocupado por seres sin identidad que vagaban a ninguna parte.
Rememora la desagradable sensación que le provocó la uniformidad del color verde caqui que decoraba el paisaje físico y humano del sitio. Alegoría de un mundo sin matices al que no ha logrado adaptarse. Pocas palabras o ninguna, recuerda haber cruzado con el ocasional compañero de litera, tan sólo una mirada alejada y fría, acorde
con la sensación de que su cuerpo, al contacto con las sábanas, absorbía toda la humedad del ambiente. Y la necesidad perentoria de cerrar los ojos, intentando dejar la mente en blanco y que el tiempo pasara, que el tiempo pasara sin dejar huella. La necesaria hibernación para sobrevivir a aquel invierno indeseado y largo.
Recuerda ahora algunas caras que, en las innumerables colas que tuvo que hacer en aquellos primeros días, pudo observar. Ademanes, gestos y expresiones que lo alejaban de la actitud vital de aquellos con los que compartía la obligación de estar allí.
A quiénes podría explicar cómo se sentía con un mínimo de empatía. En algún momento, revitalizando el “Mundo feliz”, de Huxley, llegó a pensar que se había convertido en un alfa o un beta vestido de épsilon, con la desventaja de que seguía cuestionándose día a día, hora tras hora, aquella situación absurda, aquella memez del servicio a la patria, que la mayoría aceptaba como algo natural, incluso necesario. Hasta que llegó a la conclusión de que, en aquel mundo medieval de ideales carcomidos, la felicidad o, mejor, la ausencia de dolor radicaba en la inconsciencia, en la ausencia de interrogantes, en el desarrollo de una vida primaria y zombi, donde lo único trascendente era sobrevivir y pasar desapercibido, invisible.
Su hábitat cotidiano, un largo y estrecho pasillo, localizado en el primer piso, en una de las alas del edificio donde, uno tras otro, se sucedían los despachos de los militares de menor a mayor graduación, hasta llegar al más amplio, al del Coronel. Por éste, empezaba cada mañana su labor de ordenanza, cuando, con luz artificial todavía, llegaba para erradicar los efluvios nocturnos del viejo edificio. Recuerda como los primeros pasos en solitario por aquel corredor, acompañado del quejío de la madera al pisarla, le provocaban una sensación extraña en el pecho y en el estómago. En realidad, sentía aquel espacio de olor resinoso, de una humedad recocida como si fuera un invernadero donde vagaban a sus anchas todos sus miedos, los viejos y los nuevos.
Paranoias que lo acompañaban cada vez que abría cualquiera de aquellas estancias que, en la soledad del amanecer, le hacían sentir presencias que parecían materializarse con los mil y un sonidos que el silencio rescataba de las entrañas de aquel vetusto edificio. Paranoias que se multiplicaban concentradas en el último despacho,
donde un busto de un verde arroalado, con la mirada hueca, sin ojos parecía acosarlo mientras se movía por la estancia. Era la representación del mal, del atraso inveterado, de la sotana y la mentira, era la voz en blanco y negro del NODO, la de los viejos noticiarios radiofónicos, la que llenaba aquel espacio recocido con las palabras recogidas en un pergamino enmarcado en el que sobresalía en letra gótica la palabra Testamento. La herencia ideológica que presidía el testero principal de la habitación, protegida a ambos lados por la corona y el crucifijo.
Desde el primer día, le había acompañado la misma sensación de asco e indignación cada vez que enfrentaba la mirada vacía de aquella cabeza que, con tono macilento, daba voz a los renglones torcidos de aquel texto infame: Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales. Cómo se podían retorcer tanto las palabras, qué clase de cinismo ciego podía adueñarse de su significado. Y se le venían a la imaginación los miles y miles de personas huyendo de la muerte y muriendo en el frío, los fusilamientos masivos, los versos exiliados, el luto tapado y el llanto clandestino.
Entonces la sensación de angustia y el vómito se materializaban en el escupitajo espontáneo, liberador, y la visión del gargajo resbalando por la faz impertérrita del depredador se convertía en la respuesta colectiva de tantos y tantos de los que se sentía heredero. Cada mañana la misma liturgia, el rito liberador en la soledad de aquel santuario de la sinrazón donde, como en una pesadilla, se había inoculado el virus de la doctrina, de la violencia, del pensamiento uniforme, de la intolerancia a hombres con gorra de plato y entorchados en las hombreras que cada día lo ignoraban y le daban órdenes con esa mirada acristalada, vacía del no muerto.
Con la luz del día comenzaban a llegar aquellos mensajeros, salvadores de la patria, preservadores del legado… Y el bronce se hacía carne. La primera tertulia del día, el café servido con puntualidad y miedo. El que le recorría el cuerpo al sentirse observado, la retahíla de encargos para la jornada: soldado, prepare usted para el final de la mañana los paquetes con el “decomiso”, vaya a recoger el traje del comandante a la tintorería…El servicio a los servidores de la patria. El mismo miedo que volvía a sentir cuando tres horas más tarde era requerido en el mismo espacio para servir la copa de vino, la misma que el primer día de servicio derramó sobre la mesa del Coronel
embadurnando todo el papeleo –o pone usted más cuidado o la próxima la sirve en el trullo- y el corazón que le golpea las sienes y las piernas que le pesan cuando sale del despacho….
El sonido del teléfono le rompe el relato, nuevamente la voz de don Senén tras la puerta:
−¡Es de su casa!−
Como en otras ocasiones, anticipa la ternura de una voz femenina que, con otro acento, le acercará la luz de los campos rojos roturados de olivos, el final del túnel por el que transita. En algunas ocasiones, cuando el nublado meteorológico también se ha adueñado de su alma y su pensamiento, el miedo a dejar de saborear la esperanza, a
perder la ilusión, el miedo a no salir del miedo lo han llenado de desasosiego. En momentos así, ha sido esa voz la que le ha insuflado el calor deseado, el mejor antídoto contra la humedad instalada en sus huesos.
Con estas expectativas ha cogido el teléfono. Son las seis de la tarde y la ansiada voz del sur ha mudado la esperanza en incertidumbre, en duda, en pasado:
–Ha habido un golpe, los militares han ocupado el Congreso.
No sabe qué contestar, cree no haber entendido el mensaje. La voz sigue describiendo algo que todavía no es capaz de imaginarse:
–la televisión y la radio han interrumpido su programación habitual.
La respuesta automática, inconsciente:
−No te preocupes, no será para tanto…Te llamaré más tarde.
Ha colgado el teléfono con lentitud, rebobinando las palabras, todavía no acaba de digerir la llamada. Mira a su alrededor buscando algún signo, algún movimiento, alguna voz que denote el estado de excepción que le acaban de anunciar. El vestíbulo de la vivienda que reparte el resto de habitaciones presenta el mismo aspecto inhóspito y
solitario de siempre, tan sólo se percibe lejana la conversación entrecortada de los caseros. Vuelve a la habitación intentando poner un poco de orden en su cabeza, buscando respuestas, la imagen y la voz envilecida del busto hace acto de presencia:
– ¡ha habido un golpe! ¡un golpe! ¡ha habido un golpe!…
El timbre de la puerta suena repetidamente haciendo desaparecer la escena de su cabeza. Tiene la sensación ya experimentada de estar volviendo a la realidad desde una pesadilla. Por momentos siente un cierto alivio, no acaba de ubicarse en el mundo por el que deambula. Se reconoce con facilidad en ese terreno resbaladizo en que las aguas del subconsciente y las de la conciencia se mezclan. Mientras navega por ese mar de corrientes que lo acercan y lo alejan intermitentemente de la realidad o del sueño, la cara asustada de don Senén adquiere la naturaleza de una aparición:
–te buscan.
−Debe usted incorporarse inmediatamente a su puesto
Es la voz sin ojos que en la penumbra del rellano nace de la silueta de dos policías militares. Resalta sobre el caqui el blanco del casco que no deja ver más que los labios. Siente el mismo temblor incontrolable con el que se ha despertado en muchas ocasiones, una sensación que le recorre el cuerpo llenando su cabeza de miedo, de ese miedo profundo a quedar atrapado en ese mundo interior al que tanto vértigo le produce mirar. En ese estado de aturdimiento baja de forma atropellada las escaleras escoltado por las dos figuras de los policías portando a sus espaldas las armas de asalto.
La temprana noche invernal se ha adueñado de la calle. Busca sonidos familiares, caras conocidas de la gente que suele encontrarse cada día, algo que lo lleve a la normalidad de la vida cotidiana, pero está solo y se siente solo. El sonido rápido y acompasado de las pisadas de las botas militares junto al metálico de las metralletas al golpear las espaldas de los policías se agranda en aquel silencio irreal e insano. Ya no puede pensar, solo intenta sujetar el miedo asociado al temblor que se ha apoderado de él.
La plaza solitaria que lo recibe se adivina oculta tras la espesa niebla portadora de un xirimiri gélido que se transluce, como minúsculas puntas de alfiler, en el haz de luz que nace de la única farola que la ilumina. El silencio se ve amenazado tan sólo por el trasiego de pisadas, voces y sonidos metálicos que se escuchan tras la fachada del
acuartelamiento. Ha penetrado en su interior siguiendo la estela de las botas militares que lo conducen. El desvencijado patio en el que se mueve diariamente la soldadesca aparece ante sus ojos como si de una visión espectral se tratara: caras de mirada esquiva se cruzan ante él, gente sin voz que se parapeta tras la epidermis blanquecina que provoca el miedo.
-Incorpórese a su puesto-
Y sin poder pensar, sin poder sujetar el hervidero interno que lo ha poseído, dejándose llevar por el río inexplicable de los acontecimientos, sube como un autómata las escaleras en busca del corredor, del largo y estrecho pasillo que recorre cada mañana. Hay luz y movimiento en cada una de las dependencias por las que pasa, pero no hay vida. Los soldados que las atienden parecen mirarlo en la distancia, no hay palabras ni saludos, solo gestos tímidos expresando resignación y miedo. Enfila la hilera de despachos, todos con la luz encendida, aunque las voces, las pisadas, parecen concentrarse en el último.
−Baje por un tentempié y esté alerta, la noche va a ser larga.
Es la voz del comandante la que, sin dejar de mirar la pantalla de un televisor instalado ocasionalmente en el despacho, ha espetado la orden. Está acompañado por el coronel, el capitán de la policía militar y otros oficiales de similar rango. Todos impertérritos, con el estigma de la ansiedad en sus caras, endiosados con la imagen de
un tricornio que, pistola en mano, ocupa el puesto de orador en el Congreso de los Diputados.
La noche transcurre extraña y borrosa, con el vértigo autómata de las idas y venidas transportando botellas de vino y platos de comida fría. Después serán las de wiski del “decomiso”. El despacho se ha convertido así en algo semejante a la antesala de espera de los prostíbulos que menudean por la zona vieja, donde hombres, con la boca viscosa que provoca la excitación, beben y fuman esperando el momento. Desde su puesto, escucha las voces, los insultos que, impregnados del humo recocido del tabaco, le han empezado a provocar una sensación de asco que lo acerca a la náusea. No puede pensar, no es capaz de asimilar lo que está ocurriendo. En sus idas y venidas a la cafetería de oficiales, los mensajes clandestinos, sin cara, deambulan por los distintos pasillos: se habla de alguna ciudad tomada por los carros blindados, de generales levantados, de cuarteles movilizados…
Alguien ha puesto en sus manos la fotocopia clandestina del titular de un periódico lanzado con urgencia en la madrugada. Se ha agarrado a él como el náufrago que se aferra a la última tabla flotando en medio de la tormenta. Lo lee y lo relee una y mil veces buscando el día, la fecha, la hora… Hasta que las letras se le emborronan.
Sigue sin poder pararse, sin poder controlar y detener el hormigueo eléctrico que lo recorre internamente.
−¿Esa prensa intoxicada es lo que enseña usted a sus alumnos?
Lo sorprende la voz del capitán, mientras relee el titular periodístico, agudizando aún más la sensación de ahogo que le provoca el estómago retorcido, encogido, metido en séptima…
–Enseño literatura, mi capitán−
Le ha contestado rígido, cuadrado, sin poder aguantar el temblor que ya le resulta insoportable, como el olor a alcohol y a tabaco que embadurna la figura del militar.
−¡Viva España, coño! ¡Enséñeles eso!
Ha recibido el grito en pie, sostenido por el miedo…
La noche busca la madrugada cuando los hombres de gorras de plato y entorchados en las hombreras han abandonado la estancia, dejando tras de sí un reguero maloliente de insultos y vivas que reverberan todavía entre las gastadas paredes del corredor. Con la excitación y el temblor haciéndose más palpables ahora que se sabe solo, penetra en el despacho del coronel. Sillones agrupados alrededor del televisor que parecen guardar todavía los espectros, los ecos, el tintineo de las copas apiladas sobre la mesa.
No puede evitar sentirse observado, percibe la mirada hueca del no muerto y siente el hilo frío de una gota de sudor recorriéndole la espalda. Con la cabeza ardiendo en una ebullición de miedos e imágenes inconexas, observa como el suelo del despacho se agrieta a sus pies mientras una mancha creciente de un líquido viscoso, calentuzo y maloliente los cubre. Y entonces toda la rabia, la indignación y el miedo acumulados erupcionan en un grito. Grita con todas sus fuerzas, sintiendo el desgarro en la garganta y en el pecho, intentando romper, sin conseguirlo, la tupida tela del pesado sueño que lo envuelve. Quizá el miedo más viejo que siempre lo ha perseguido ha parasitado la realidad. Y el grito punzante y descarnado se transforma en un lejano lamento engullido por la niebla que cubre la ciudad, la plaza y el patio, donde un centenar de soldados armados, con la mirada hueca, esperan la voz del mando. Todo parece estar atado y bien atado.
Juan Jurado.
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