«Es difícil«, pensó, «pero no imposible», se dijo de inmediato. Poco después el bramido crudo del mordisco de plomo atronó el silencio de la madrugada. «No fue tanto», volvió a hablarse, saliendo del recinto, mientras con la mano que le quedaba libre retiró el camino de sangre que salpicaba el rostro. «No es tanto», se repitió, buscando el cigarrillo, «para ser la primera«.
Los pasos le llevaron, indecisos, en busca de un sitio donde aplacar el hambre. Caminó lento, debía buscar el viejo restaurante que abría hasta la madrugada. Sabía que estaba cerca, justo en uno de los callejones del muelle. Ponían unas gallinejas irrepetibles y el vino peleón era de los que asustaban al miedo, denso, color tizón que se agarraba al gaznate y costaba bajarlo. No es que lo necesitara era más porque notaba el hambre que le asaltaba siempre después de un buen trabajo. Un gato saltó sobre unas cajas que desvencijadas solapaban las sombras del callejón. A lo lejos divisó el neón que tintineaban entre las sombras formando un humo que se elevaba hacia las estrellas. Las letras brillaban con luces intermitentes y asolaban con su luz la noche mientras la niebla se disipaba un poco. El neón decía: «Casa Pulpeiro« Gallinejas a discreción. El zarpazo de hambre le asaltó en el estomago como un rebenque, mientras en la boca se le anticipó el gusto por el vino que se le mezclaba con el de la sangre que poco antes le había salpicado.
María Toca
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