El Diez y la Once

Para entender lo que significa la playa y el sol para nosotros, se debe haber nacido y crecido en el norte. Y tener cierta edad, porque en los últimos años, las sucesivas campañas de sensibilización ante los riesgos del sol, han calado en la mente y hoy no fanatizamos como entonces. Sitúense: vivir en una ciudad donde la lluvia es decorado conceptual durante meses, donde la grisura y las nubes panzonas nos deforman el iris hasta hacernos pensar que  los días soleados son mito. Un día de sol es algo inconmensurable por lo exiguo. Supeditamos cualquier obligación, dejamos hasta de coser heridas por salir zumbadas a la playa en cuanto asoma ese bien escaso. Les contaré una historia con moraleja y final inesperado. Verán.

Corrían los ochenta hacia la recta final. Los que los vivieron pueden contar a los que no (pobres) lo que eso suponía. Si no quieren hablar, quizá es porque no tienen recuerdos, o porque revisten su nueva vida de la falta de ellos. Las noches eran eternas y el día se pasaba entre expectaciones de lo que acontecería en la siguiente noche. Una de ellas, posiblemente un viernes, una de las amigas que formaban mi grupo, apareció acompañada,  del que, nos dijo,  era su hermano.  El tipo mediría más de uno noventa,  vestido informal pero con clase. El pelo se dejaba adornar por alguna que otra cana, que se difuminaban dentro del trigueño color del resto del cabello. La cara potente, una especie de híbrido entre  Redford y Mcqueen. Los ojos se ocultaban  detrás de  unas Rayban Aviator,  más tarde descubrimos que tenían ese  color difuso del mar cuando hay tormenta. La voz, con todo, era lo que más impactó. Le salía del pecho, con fuerza, calzada de un susurro evanescente que motivaban aun sin verle. Nada más presentarnos, bajó sus Aviator, clavó en mí su mirada y preguntó si en Santander había epidemia de ciegos. Le respondí que no, y el porqué de la pregunta: “Es evidente– dijo- de no ser así no entiendo cómo estás sin un hombre” Le aclaré, un tanto intimidada (lo confieso, aunque disimulara) que el problema era yo y mis exigencias. “Espero cumplirlas, o al menos que muestres el camino de por donde he de ir”

Pasamos la noche entre música y copas, él, porque yo jamás he bebido, con la música y el baile tuve bastante.  Nos reconocimos con acercamientos variados y roces de piel;  a la hora justa en que la noche finiquita y se abre el amanecer, nos perdimos camino de mi casa.

Lo que aconteció  después, lo omito, tan solo les digo que creo que  se llamaba Alberto, y que a partir de aquella noche, olvidamos su nombre porque le nombré como EL DIEZ.

Las citas, eran difusas, intempestivas, breves. Él, además de lo referido, era miembro destacado del CESID, se dedicaba a delitos económicos y a ETA que en esos tiempos campaba por sus fueros. Me llamaba de pronto, pedía que reservara hora precisa en un restaurante, y diez minutos antes,  pasaba a recogerme. Una vez en el taxi, me pedía el bolso para guardar en él su reglamentaria pistola de espía. Jamás supe de donde venía ni a donde iba. Jamás se sentó de espaldas a la puerta y pocas veces se desprendió de sus Aviator, según él, porque tenía fotosensibilidad ocular… Cenábamos, tomábamos una o dos copas, para estamparnos raudos en mi casa, bajando las persianas, durante veinticuatro y hasta cuarenta y ocho horas. Le seguía llamando El Diez, y él hacía méritos para subir la nota.

Fue llegando al verano. Una mañana de domingo, después del descanso debido a la  tempestad amatoria , desperté contemplando el dibujo que hacían los agujeros como hormigas gigantes de la persiana  en mi cama. Se entreveía un sol infernal, que caldeaba la ya tórrida alcoba. Él despertó también ante mis movimientos, y al poco de ver mi indiferencia ante nuevas escaramuzas, intuyó que algo pasaba. Le confirmé que me iba a la playa, que no podía quedarme, y que él debía salir pitando pues solo en mi casa no le iba a dejar. Todo esto aderezado con sonrisas y mimos, no vayan a pensar en que soy una hembrista desconsiderada. Tal como dije, se hizo. Él, un tanto desconsolado (no por amor, que no, era su orgullo, quizá, lo que doliese) tomó un taxi y marchó mientras yo corría en pos de la lancha del Puntal, donde estaban mis amigas desde primera hora.

Hoy, hace sol. La temperatura es tórrida. Hace semanas que no disfrutamos de tanto…Hoy, estoy aquí, escribiendo. He dejado la playa por amor. El amor difuso, la pasión más abrasadora que he sufrido nunca. Hoy, estoy aquí, encerrada en mi rincón contándoles a ustedes y esperando continuar el hilo de una nueva novela: LA ONCE.

 

MariaToca

 

 

Sobre Maria Toca 1673 artículos
Escritora. Diplomada en Nutrición Humana por la Universidad de Cádiz. Diplomada en Medicina Tradicional China por el Real Centro Universitario María Cristina. Coordinadora de #LaPajarera. Articulista. Poeta

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