Como en un terrible cuento infantil, el pequeño Charles Lindberg Jr. desapareció de su cunita una noche de 1932. Era el príncipe heredero de una dinastía de triunfadores, el hijo de una pareja de la alta sociedad, el aviador Charles Lindberg, auténtico héroe nacional, y su esposa Anne, millonaria, escritora y aviadora a su vez. Las viejas grabaciones muestran que Charlie era un muñeco rubio al que su madre paseaba por el jardín interminable de la finca, sentado muy circunspecto en un señorial carrito negro con capota, en compañía de un no menos elegante Scotish Terrier. Tenía veinte meses cuando unos desconocidos se encaramaron con una ingeniosa escalera hasta el segundo piso de la mansión de fin de semana y entraron en el dormitorio. Los raptores no dejaron tras de sí más rastro que una nota escrita en un inglés deficiente, en la que se reclamaba un sustancioso rescate. La prensa y la policía enloquecieron. También Lindberg, que prefirió dejar las negociaciones en manos de un admirador, el doctor Comdon, que se reunió con uno de los supuestos secuestradores en el cementerio y le entregó el botín solicitado. Sin embargo, el pequeño Charles nunca fue devuelto a sus padres. Alguien halló su cadáver semienterrado en un bosque, un mes y medio más tarde, con dos fuertes golpes en la cabeza y en avanzado estado de descomposición. Es cierto que se apresó a un sospechoso, Bruno Hauptmann, un alemán que había cometido robos usando el mismo sistema de la escalera y que fue detenido cuando pagó en una gasolinera con un billete de los que se entregaron en el rescate. Fue condenado a muerte, pero quedan muchos enigmas por resolver en este caso. John, el hombre de los pulgares gigantes, que al parecer era cómplice de Hauptman, nunca fue apresado. Una de las sirvientas de la mansión, que iba a ser interrogada, subió al desván y se bebió un frasco de limpiador de plata que contenía cianuro. El priopio Lindberg, defensor de la eugenesia, fue sospechoso de hacer que su hijo, aquejado al parecer de una grave deformidad física que le resultaba intolerable, desapareciera y fuera internado para siempre en un centro.
A mí me fascina la mansión donde ocurrieron los hechos, una especie de palacio maldito y que conserva la prestancia de esos lugares siniestros en los que ni siquiera la gente rica se encuentra a salvo. Los padres del bebé conversaban en el lujoso salón de aquella casa de recreo mientras su hijo era arrancado de entre las sábanas bordadas de su cuna, como si un ogro se hubiera encaprichado de él aquella fría noche de marzo. Qué triste resulta siempre mirar la imagen de Charlie sin tiempo, el bebé de cremosos rizos de oro que mira como hipnotizado la velita del único cumpleaños que tuvo ocasión de celebrar.
Patricia Esteban Erlés.
Deja un comentario